A callar
Ahora mismo alguien que no conoces (o una máquina que ya conoces, aunque ella a ti mucho más), te está observando... qué fácil se te olvida que vives en una sopa de cámaras de seguridad... o está oyendo lo que dices o hablen cerca y los ruidos del sitio en que te encuentras a través del teléfono que llevas en el bolsillo sabiendo con toda certeza que lo tienes apagado. Cierto, pero su micrófono, vayapordiós, puede activarlo alguien a mil leguas con un puto clic sin tu permiso y sin enterarte, pasmao, pisazanjas, espabila (ya viste lo que hizo la Liga para averiguar si se veían partidos no contratados en un bar... y así les cascó el cebollazo pertinente y el impertinente).
La privacidad -como la libertad- ya es otra mentira. No te lamentes, tú mismo pagas (y cuánto) por llevar encima un ladrón y un chivato (recuerda que «no hay peor esclavo que el que se entrega por su propia mano»). Quizá un día tengas que decirle a ese espía ¡quieto parao!, pero será infinitamente tarde y verás que de las cárceles a las que te lleva tu inconsciencia no se sale... ¿viste?: hiciste una consulta en internet sobre muebles de cocina y al día siguiente el primero que asomaba en cualquier búsqueda que iniciabas era un fabricante o marca cocinera porque el dios Google sabe ya de qué pie cojea tu bolsa y tus manías... y claro está, se lo chiva a sus clientes, ese es el negocio.
Tanto ruido, y te oyen: tanta masa embarullada, y saben dónde estás.
El silencio es una condena, pero también liberación; martirio del pobre en soledad, pero privilegio del que puede pagárselo, así que mañana anhelarás el silencio porque vivir dentro de un tambor te deja sonado; necesitas alto, calma, una tregua, maldito altavoz, vete al diablo, jodío espía... olvidadme.
Porque solo en el silencio se pueden oír los propios pensamientos. Y nada, ahí sigues. Pero el oráculo de Pedrún se bajó un día de la nube, adiós a escribir en aparatos, volvió al lápiz y al papel, tiró el móvil... y plantó su caseto junto al pozo de Llagos donde disimula su serena felicidad... y por eso nunca nos aguanta más de diez minutos.