Diario de León
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JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ

Un 25 de septiembre de 1972 Alejandra Pizarnik se suicidó en Buenos Aires con una sobredosis de seconal. Tenía 36 años. A partir de ahí comenzó la leyenda de uno de los grandes poetas de nuestra lengua, cuya obra y cuya figura siguen suscitando el creciente fervor del mito. Su poesía sobrecoge tanto por la consistencia y la belleza de su palabra como por su inconformismo e inadaptación vital. La poesía argentina, que tan alto ha hablado con Juarroz, Gelman, Hugo Mújica o Diana Bellessi, por citar nombres señeros, tiene en Alejandra Pizarnik una de sus cimas más elevadas. En 1962 publicó un poemario con el título Árbol de Diana. Ahora un numeroso grupo de poetas se ha resguardado bajo el Árbol de Alejandra, con los versos de Pizarnik como estímulo creativo. Es indudable que las ramas del Árbol de Alejandra son lo suficientemente tupidas y anchurosas como para poder amparar bajo su sombra a los poetas que se le acerquen. El libro lleva prólogo de otra soberbia poeta, en este caso colombiana, Piedad Bonnet, la cual ve en Alejandra «un movimiento perpetuo entre el deseo de vivir y la tentación de la muerte», una «radical soledad apenas mitigada por las palabras» que fueron para ella escudo y refugio, pues no en vano escribió: «Voy a ocultarme en el lenguaje».

Son cuarenta los poetas convocados al diálogo con la poesía de Pizarnik: Ben Clark, Ángeles Mora, Josefa Parra, etc. Cada uno de ellos compone un par de poemas a partir de determinados versos de la argentina; por eso se puede hablar de diálogo figurado, pero sobre todo de acicate para la creación. Entre los cuarenta poetas, los leoneses Rafael Saravia y Eugenio Marcos Oteruelo, muy diferentes: el primero posee una escritura concisa y pensada y el segundo un verso expandido y palpitante. Saravia se apropia figuradamente de la voz de Alejandra para escribir una carta en verso a León Ostrov, el psicoanalista que trató a Alejandra a los 18 años y con el que mantendría una amistad imperecedera que la llevó a dirigirle desde Francia, donde la poeta residió entre 1960 y 1964, una serie de cartas en las que relata sus amistades y angustias: «Tú sabes, León, que la estrechez no define las jaulas y sus vacíos»; Marcos Oteruelo poetiza el deseo de ser otro, evocación, sin duda, del yo escindido que la poeta vivió trágicamente: «Muchas veces quise ser otro / ser escenario para otro cuerpo, / pero nadie elegía mi nombre / nadie quería descansar en mi sangre».

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