Diario de León
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León

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david fernández villarroel

Le conocí en octubre de 1964, hace ahora 55 años, en el colegio-seminario de Santibáñez de Porma, donde iniciamos juntos «el tránsito entre la infancia pueblerina», según él mismo escribió en uno de sus artículos publicados en este diario (Latín y legumbres, 20 de agosto de 2011). En el curso siguiente «llegamos facturados en la canoa de Genaro» al seminario de la carretera de Asturias, y allí convivimos cinco años, hasta los idus de marzo de 1970. En el curso 1971-72, y cursando el COU recién implantado en el instituto Padre Isla, estrenamos con juvenil entusiasmo una sección semanal en este mismo diario, «Vivir en las aulas» se titulaba. Nos separamos después, pero ni el paso del tiempo ni la distancia desanudaron nunca los lazos del internado y la amistad.

Ernesto quería ya entonces ser escritor, y se preparaba a conciencia para serlo. Leía todo lo que encontraba, sabía todo lo que a aquella edad se puede saber (sobre literatura, sobre los entresijos de la historia local y provincial, y hasta sobre fútbol), se interesaba por todo y tenía siempre un libro a mano: en el cajón de la mesa de estudio entre los manuales de texto, en el banco de la capilla convenientemente disimulado bajo un título piadoso, escondido debajo del colchón si corría peligro de ser requisado.

Bajaba a León y subía con un par de libros en el bolsillo de la trenka, volvía de Carrocera y traía siempre en la maleta la provisión necesaria para el trimestre, que generosamente ponía también a disposición de quien los solicitara(y quien esto escribe le estará por ello toda la vida agradecido). Leía con devoción, y nos enseñó a muchos a hacer lo mismo: Azorín, Ignacio Aldecoa, Alejandro Casona, Antonio Pereira, Jesús Torbado... De dónde sacaba el tiempo para leer era un misterio, pues no descuidó nunca los estudios, ni la afición a escuchar la radio por las noches a través de una galena, ni el trato asiduo con los compañeros.

Era esta otra de sus muchas virtudes, la de brindar siempre su amistad y su camaradería, y por eso fue amigo de todos y todos los que con él convivimos aprendimos pronto a admirarle y a quererle. Porque detrás de la apariencia algo bromista que le servía a veces de parapeto, asomaba siempre un temperamento tímido y sensible, el corazón bueno del hombre grande y bueno que iba a ser.

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