Diario de León

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A la cuenca de Sabero y Cistierna la dejaron sola. Completamente sola. Cuando en diciembre de 1991 las doce campanadas marcaron el cambio de hora y de año, el frío se apoderó del valle. Aquellos días, tan lejanos que pronto se cumplirán 30 años, se dio el primer aviso a la minería del carbón.

En menos de tres décadas el calor que salía de las cuencas se heló. La minería se liquidó. Y las comarcas mineras quedaron solas, desoladas. En silencio. Los viejos ramales por los que salía el mineral a espuertas para alimentar la industria vasca y dar luz a la catalana fueron arrancados de cuajo como para que la gente perdiera la memoria. Quedó la Feve, como rescoldo del tren hullero y del trasvase de riqueza del vientre de León a las gigantescas calderas de los altos hornos. Una prueba que se diluye entre el abandono del trenuco y el espejismo de lujo del Transcantábrico.

Como dice el poema de Bertold Brecht: «Primero vinieron a por los judíos, pero a mí no me importó porque yo no lo era...». Y así, una tras otra, las cuencas primero y la capital después fueron apagando la luz. Ahora nos adelantan las luminarias de Navidad, no para competir con la megalomanía populista del alcalde de Vigo; tal vez para recordarnos que un día fuimos algo, incluso en los barrios que tradicionalmente quedaban a oscuras por estas fechas.

En Cistierna acaban de restaurar el centenario puente de hierro de Vegamediana. Y le han puesto luz. Como un faro sobre el Esla que recuerda aquella vida ajetreada de los vagones cargados de carbón, los hombres tiznados de negro y las mujeres apresuradas con los vales a recoger la ración para sus cocinas. La memoria vuelve, a veces envuelta en lágrimas, cuando algún minero jubilado lo cruza en el paseo diario a ninguna parte para mantener la salud.

La memoria despierta ahora en las cuencas y en León. Porque la capital del reino nunca se sintió minera y ahora agoniza sin minas con la inestimable ayuda de la Junta de Castilla y León que en tres décadas de gobiernos del PP ha succionado las fuerzas de las nueve provincias y ahogado la reconversión de las cuencas con sus políticas tramposas.

El poder omnímodo de Valladolid a se resquebraja en periferias y provincias agraviadas. Una lástima que el leonesismo que ahora brota en San Marcelo y en los cenáculos de las redes sociales no calara en las urnas del 10-N y que el disputado cuarto escaño cayera en las posaderas de la ultraderecha. Es evidente que en las urnas leonesas pesó el nacionalismo español más recalcitrante, ese que no quiere oír hablar de mujeres libres, ni de autonomías, ni de inmigrantes, sobre la identidad leonesa tan justa como oportunamente reclamada a las pocas semanas por el alcalde de León.

Mucho me temo que a José Antonio Diez, y no a León, es a quien van a dejar solo al cabo de este nuevo brote de autonomismo leonés que, al menos, nos refresca la memoria. Fue la juventud de izquierdas la que, en la Transición, alzó la voz de León, rescató la bandera y se enfrentó a Martín Villa, heredero del franquismo y exponente genuino del españolismo bizarro que nos metió en el saco de Castilla.

Mientras todo esto sucede, la gente pequeña de los lugares pequeños cambia el mundo con sus pequeñas acciones. En Cistierna plantaron dos árboles el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia hacia las Mujeres. Dos árboles muertos para dar vida a las mujeres. Dos árboles con las ramas blancas y las hojas violetas llenas de deseos de chicos que rechazan las violencias y voces de adolescentes empoderadas.

Uno iba destinado al salón de plenos. Y el otro al IES Vadinia. Un hito en un territorio menguante en población, como toda la provincia ahora que nos han dejado en la soledad del invierno, pero creciente en semillas de cambio. Esos árboles florecerán algún día, Mari.

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