LA FORTALEZA QUE DEFIENDE LA BAHÍA
Un sobrino de Jovellanos, el asturiano José Cienfuegos, que fue Capitán General de Cuba, dio nombre a una de las más hermosas ciudades del país caribeño, Cienfuegos, al sur de la región central de la isla. Domingo por la mañana. Espero la lanchita —«La Patana»— que atraviesa la bahía. «Una de las mejores bahías del mundo –afirma uno de los encargados del amarre—, por sus dimensiones, calado y seguridad». Además de conocerla y la siempre placentera experiencia de la navegación, aunque breve y tranquila, mi intención es llegar al castillo o fortaleza de Jagua, en realidad Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua, uno de los más genuinos símbolos de la ciudad. He de añadir que esta bahía de bolsa de unos ochenta y siete kilómetros cuadrados, fue conocida también en su día como de Jagua o Xagua, nombre con el que se designaba la región aborigen. Y es que para aquellos indios jagua era un árbol sagrado del que había nacido la segunda mujer. El mito, aunque no consciente en todo momento, está siempre vivo. Necesitamos explicar el mundo.
La bahía está espléndida y serena. Lástima esos nidos de basura que mortifican algunas orillas. La Patana sale puntual y, quizás por ser domingo, el lleno es total. No hay espacio para muchos movimientos, pero la contemplación mitiga estos pequeños inconvenientes. Apenas un par de turistas, que suelen buscar otras alternativas organizadas. Se respira puro sabor cubano. Es el habitual medio de transporte diario para llegar a pueblitos de pescadores cercanos a la fortaleza. Una hora aproximadamente de travesía. No puedo olvidar que a la 1 es el último viaje de regreso. A las 4 sale la guagua que me llevará a La Habana, después de este pequeño periplo sureño.
—No se demora, es puntual –me apunta la señora del al lado.
Me extraña lo de la puntualidad. Pero, por si acaso… El diablo es capaz de cualquier excepción.
Se lo agradezco.
La charla se anima, aunque este viajero, nada habituado a la travesía —es la segunda vez que la hace— está más pendiente del paisaje que de otra cosa. Pero oye. El silencio inicial se convierte en cháchara sin fronteras. El cubano es pródigo en humor y ocurrencias. Las mujeres más cercanas se pierden en un laberinto de enfermedades, a cada cual más grave. Parecen competir.
—M’hija, se me subió la presión que tú no sabes —afirma una con tanto gracejo que invita a la ternura y el perdón.
Siempre hay que dejar hablar a los cubanos, escuchar las historias enredadas en tantos vericuetos, llenas de humor y ocurrencias.
Pasa el manisero. Vocea y canta la ricura del maní. Pocos escapan a la tentación. Parece que el fruto alivia muchos males.
Me señalan, al fondo, la Ciudad Nuclear de Juraguá, que nunca llegó a funcionar. «Fue el sueño atómico de Fidel —me susurra uno al oído, muy bajito, imperceptible casi—, siguiendo modelos soviéticos… Ya tú sabes».
El viajero no sabe. En todo caso intuye. O se deja llevar sin decir palabra.
Algunos jóvenes van conectados. No es habitual aún el empaquetado de la música en esos pequeños artefactos y celulares.
Van desembarcando pasajeros en Cayo Carenas, el único islote habitado de la bahía, al que se han acercado el cine y la literatura. No es de extrañar. Y después en Perché, donde perviven tantas tradiciones marineras. Y Castillo, mi destino. Bailan pequeños barquitos al ritmo suave de las olas. Los marineros ensalzan los sabores de la pesca de la bahía, con especial énfasis en los camarones blancos. Sigue hasta Cen La Patana, final del trayecto, que se invierte a la vuelta. Lógico. Buen motivo para contemplar desde los dos laterales posibles, aunque estén abiertos.
La fortaleza está a tiro de piedra del muellecito o atracadero en que desembarcamos apenas un puñado de personas. El pueblito es tranquilo. Si alguien tiene otros planes, es conveniente anotar que hay donde comer y dormir. Posiblemente alguien tenga la buena tentación de darse un baño en estas aguas únicas, al lado de alguna playita casi escondida y casi virgen. Seguramente haya observado durante el trayecto bañistas despreocupados y gozosos.
Se accede a la fortaleza de Jagua por un puente levadizo, «el único en funcionamiento en toda Cuba», me anotan. Queda dicho. Ya tenemos una singularidad, que no está nada mal en casos como este, aunque parece ser que el foso nunca cumplió con el cometido que se le supone. Recuperado el conjunto en los últimos tiempos después de no pocas vicisitudes, años de abandono y pérdidas, no cabe duda de que se trata de uno de los castillos-fortalezas más relevantes construidos al sur del país durante la época colonial —dentro de un notable sistema de fortificaciones— con el fin de proteger la bahía de ataques de corsarios y piratas del Caribe e impedir la llegada de los ingleses a la capital. Finalizada su construcción en los años cuarenta del siglo XVIII, muy sólida su estructura, no creo que sean necesarias especiales dotes de estratega para entender la magnífica posición, con los cañones interiores apuntando a la bocana, estrecha, y las diversas baterías exteriores que servían de apoyo.
El recorrido provoca un inevitable viaje a la historia. Mañana de novedades, de curiosidades, de relatos. La repaso en una terraza mientras espero la barcaza de vuelta. Contemplo las barquitas de los pescadores y otras menos débiles que entran y salen, veleros y catamaranes que navegan las aguas de esta singular y hermosa bahía.