PUERTO MONTT, HACIA EL SUR DE CHILE
La literatura es siempre buena compañera de viaje. Hay escenarios míticos y no tanto que inspiraron grandes libros. Pienso ahora, en este caso concreto, en Bruce Chatwain, que recorrió Chile En la Patagonia. Y bajando más al detalle, en Historia de una ballena blanca, una novela muy reciente del reconocido escritor chileno Luis Sepúlveda. «Una mañana del verano austral de 2014 —escribe—, muy cerca de Puerto Montt, en Chile [«bajo el cielo gris del Sur del Mundo»], apareció una ballena varada en la costa de guijarros. Era un cachalote de quince metros de longitud y su cuerpo, de un extraño color ceniza, no se movía». Estoy a punto de llegar a Puerto Montt y quiero imaginar la escena y cuanto ocurrió en el relato. Es un aliciente añadido. A medida que me acerco siento una emoción que no acierto a definir.
Abandono Puerto Varas, cuartel general durante unos días, camino de Puerto Montt. Apenas una veintena de kilómetros. Queda Alerce en el trayecto, una ciudad dormitorio entroncada en la actividad industrial. El amigo Ayuso me señala, muy cerca, un tronco que sirvió, según la tradición, subraya, de silla y descanso al Presidente Montt —ya sabe el origen del nombre, con tantos pelotas alrededor del poder— cuando viajó hasta aquí para recibir a los colonos alemanes a mediados del siglo XIX. Anote esta presencia, que oirá permanentemente, visible en no pocas estructuras arquitectónicas, usos y costumbres. Dicen, y desconozco con precisión el alcance del dicho, que Puerto Montt, la capital de la Región de los Lagos y de la provincia de Llanquihue, con el telón de fondo de los volcanes Osorno y Calbuco, es una ciudad de paso hacia la isla de Chiloé o a los lagos, el inicio, en definitiva, hacia el sur, hacia el Chile distinto. Yo no diría tanto, porque las sorpresas están a la orden del día en cualquier rincón. Es verdad que se trata de una ciudad eminentemente industrial, con la floreciente industria salmonera y marisquera asentada en las buenas condiciones que aquí se dan para tales menesteres, a la que habría de añadirse la de los derivados de las maderas nobles. El tiempo me va desvelando que la madera es en Chile, y por motivos que se van desgranando por sí solos, un argumento sustantivo. La «Oda a la madera» de Neruda no es una anécdota: «… es la madera / mi mejor amiga […] / Mi pecho, mis sentidos / se impregnaron / en mi infancia / de grandes bosques llenos / de construcción futura».
Domingo por la mañana. Hace frío. Las calles están desangeladas, parece que solo habitadas por numerosos perros vagabundos. Algún despistado busca un bar para ver la final del mundial de baloncesto entre Argentina y España. Está todo cerrado. ¿Duerme la ciudad? En la moderna Plaza Mayor, que recibe particularmente en algunos países de América, como aquí, el nombre de Plaza de Armas, la catedral, el edificio más antiguo (se inició en 1856) e icono de la ciudad. Neoclásica, totalmente construida en madera de alerce (observe la cúpula de cobre, tan chileno), en el interior destacan las doce columnas de estilo dórico que hacen referencia a los doce apóstoles. Se inicia la misa, ‘a la chilena’ me dicen, en el templo demediado de fieles, más atentos a la buena música del coro-banda que a otra cosa. Me llama la atención lo de ‘a la chilena’, a no ser por vestimenta o banderas, de obligado cumplimiento en vísperas de las pregonadas y omnipresentes «fiestas patrias» (18 y 19 de septiembre), se imaginan la razón. A estas alturas estoy más que convencido de la notable presencia del nacionalismo chileno, que promueve, entre otros asuntos y para salvaguardar ciertos períodos, la idea del indigenismo.
Recorro la costanera (el paseo costero), que abre su vista a una ancha bahía del Pacífico y a la cordillera. Un paseo agradable y gratificante en que el viajero encontrará inevitablemente la escultura que titulan «Sentados frente al mar», que es el primer verso de la canción «Puerto Montt», uno de los temas más emblemáticos de Los Iracundos, una banda uruguaya que tuvo protagonismo entre 1960 y 1980. Algunos conocen la obra como «Monumento a los Enamorados», aunque popularmente sean «Los pololos». Llámese como se llame, a servidor le parece una obra de mal gusto, estéticamente hablando, además bien grande para que no pase desapercibida. Pero ya saben que de gustos no hay nada escrito y doctores tiene la… Usted mismo.
Claro, que a veces existe la ley de la compensación, tan subjetiva igualmente. Por supuestísimo. Los chilenos son sumamente amables, dispuestos y educados. Es muy fácil trabar conversación, disponibles especialmente si observan en ti dudas o despistes. En la costanera pego bien la hebra con uno de ellos, sentados en un banco frente al mar. Me advierte el puertomontino como despedida: «Nadie puede decir que estuvo en Puerto Montt si no ha visitado la caleta de Angelmó». Naturalmente, le hago caso. Me ha apuntado también el Museo ferroviario al aire libre y el Museo Juan Pablo II.
El puerto o caleta de Angelmó es, sin duda, la zona más visitada. Un bullicio de gente en los mercados de mariscos, pescados y artesanías. En las aguas cercanas no estaba la ballena varada de la novela, sí tres lobos marinos, juguetones y perezosos, tomando el sol, que se enfadan ante la insistencia de los clásicos molestones, uno de los cuales a punto estuvo de salir escarmentado. Sabido es que pescados y mariscos chilenos son de calidad y sabrosos. Puede comprobarlo sobre la marcha en alguno de sus puestos variados. Si prefiere sentarse en uno de los muchos restaurantes, hay combinaciones para todos los gustos, bien acompañadas de vino de este país, que no se queda a la zaga. Entre los muchos menús posibles —no olvide sus clásicas empanadillas—, el tradicional y clásico curanto, platillo de carne, marisco y papas envuelto en hojas, tradicionalmente cocinado en un hoyo en la tierra, aunque tenga distintas versiones. Hay mucho ambiente en el entorno, cuya vida pintoresca inmortalizó y se hizo famosa a través de los numerosos lienzos de Arturo Pacheco Altamirano.
Espero que despegue el avión con destino a Santiago, la capital. Un millar de kilómetros. Mientras, abro la bolsa de mis manías. Me encienden los artesanos. Llevo un trompo, que constato como uno de los juegos más universales, una tarka, flauta vertical octoédrica de madera de una sola pieza, y una máscara de indios onas, que, me dicen, se cubrían cuerpo y cabeza para no ser reconocidos, especialmente en las ceremonias rituales. Sonrío. Ojalá duerma. Me gustaría soñar con los angelitos. Despegamos.