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Entrevista | José Luis Puerto

«La poesía es ese hondo oficio de inocencia»

José Luis Puerto pasa inadvertido. Su poesía, no. La grandeza de la obra del escritor salmantino se ilumina en versos con los que consigue que las palabras se conviertan en una presencia protectora.

León

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Es autor de tantos poemarios, ensayos, investigaciones etnográficas y antropológicas, ganador del Premio Castilla y León de las Letras entre otros muchos, profesor... José Luis Puerto utiliza la palabra para devolverla a su papel real, el de acogernos y darnos protección ¿para qué si no la poesía? podríamos preguntarnos en un momento de frivolidad en el que, como tantas veces antes, la naturaleza ha demostrado lo frágiles que somos. ¡La soberbia! Frente a este mundo de imposturas, el poeta prepara una nueva obra, Ritual de la inocencia. Además, Calambur lanzará en breve una reunión de sus poemas sobre arte, que ha titulado Nombres de la mirada con una introducción de José Enrique Martínez. «Aparte de mis indagaciones etnográficas, en las que estoy siempre».

—¿Hay poesía sin el olor a humanidad?

—Todo decir poético ha de hundir sus raíces en la existencia de todos y, para ser verdadero, ha de partir de la vida y expresarla. No hay torres de marfil. Se ha de bajar a la plaza, donde todos se encuentran, y allí, en ese espacio de fraternidad, nutrirse, respirar y latir con todos, para poder después articular el canto. ‘Humano, demasiado humano’, decía Nietzsche. Así ha de ser el decir poético. Porque, cuando la poesía es mero juego de artificio, enseguida advertimos que no nos vale. José Ángel Valente hablaba de las palabras de la tribu; tales palabras, que valgan para todos, ha de procurar expresar el poeta.

—¿Hasta qué punto el crisol poético no puede ‘cocerse’ sin la magia ancestral de la ruralidad? Entiendo ruralidad como el arcano de la verdad humana.

—Hay cierta poesía –la mía creo que pertenece a tal tipo– que podríamos llamar poesía de la memoria. Se nutre del mundo de la raíz, de la niñez, de ese mundo rural en el que nacimos y en el que pasamos nuestros primeros años. Pero ese mundo de la raíz tiene claves universales, en la medida en que participa del rito, de la celebración, de la creencia, del tiempo cíclico, de labores manuales…, en definitiva de toda una serie de elementos que se hallan, de un modo u otro, en todas las culturas y civilizaciones humanas. El poeta ha de pasar todas esas vivencias por el tamiz de su sensibilidad, para que la expresión se universalice y sirva para todos.

—Algunos de sus poemas son como hechizos, palabras milenarias que nos conectan con nuestros antepasados. ¿Qué peso tiene la memoria y la leyenda en su poesía?

-Acabo de caracterizar la mía como poesía de la memoria, también, sí, de la leyenda. Y, en esa medida, es una poesía que conecta con el mundo de la raíz; como también les ocurría –en cada uno a su modo– a Federico García Lorca y a Miguel Hernández. El poeta granadino pedía que se le devolviera su alma antigua de niño, madura de leyendas. Esa, también, es mi perspectiva. En todo decir poético, hay un poso de inocencia, un ritual de la inocencia (como expresara el irlandés Yeats), o –como decía Claudio Rodríguez– «nada hay que nos aleje de nuestro hondo oficio de inocencia. La poesía es ese hondo oficio de inocencia.

—¿Con qué autores está conectada tu obra, tanto desde el punto de vista estilístico como temático? ¿Qué voces se oyen cuando leemos tus versos?

—Acabo de citar autores que me interesan, a los que podía añadir otros, como, por ejemplo, Antonio Colinas. No hay poetas adánicos. Todo poeta elige una o varias tradiciones en las que se inserta su decir. Pero el poeta, a partir de ellas, ha de plasmar su mundo propio. Sin mundo propio, que trae siempre consigo un lenguaje propio, no hay poesía. Ese es el desafío del poeta. Hay una tradición poética que me fascina y que constituye una de las vías líricas más hermosas de la contemporaneidad: es la que arranca de Hölderlin, pasa por Rilke y llega hasta Paul Celan; Martin Heidegger lee muy bien tal tradición. De tales poetas he aprendido mucho. Me fascinan también –por volver a nuestro idioma– las obras de César Vallejo, o de Octavio Paz, por citar dos poetas hispanoamericanos que me han acompañado siempre.

—Con el Covid, parece que volveremos a una economía de lo elemental. ¿Cree que eso tendrá su reflejo en la literatura?

—La vida siempre tiene reflejo en la literatura, pero no un reflejo mecánico, sino a través de un mecanismo de decantación y de imaginación, que en eso consiste el arte literario. Ante el Covid –como ante otras muchas cosas que nos ocurren–, pese a toda la coba que nos damos como sociedad y a todo lo que nos jaleamos, creo que estamos teniendo una actitud un tanto superficial. Hay un ansia colectiva en los últimos días por salir a la calle como sea, dan igual los infectados y los muertos, a sentarnos en una terraza ante una jarra de cerveza. Hemos convertido el paraíso en eso, como una sociedad infantilizada que somos.

—La marginación de León ha tenido efectos que puedan concretarse en la literatura leonesa?

—A la literatura no se le pueden poner adjetivos. No hay literatura leonesa que valga, sino autores leoneses, no pocos de los cuales gozan ya desde hace tiempo de no poco prestigio. Por ejemplo, una trayectoria ejemplar, como la de Antonio Colinas, que, en torno al eje de lo lírico, cultiva con maestría diversos géneros, me parece modélica; como también hacía José Ángel Valente; dos escritores que tienen en común, cada uno a su modo, algo que me interesa enormemente: la creación poética como plasmación de la vida del espíritu, sin desentenderse en absoluto del mundo.

—¿Puede la poesía distanciarte del mundo o es al revés y sólo pisar el lodo te permite tener más vocación poética?

—Como acabo de indicar, la poesía verdadera nunca se desentiende del mundo. Por una parte, celebra la plenitud de existir; por otra, es también, en ocasiones, ese largo lamento de que hablara Pedro Salinas, al advertir el dolor y el sufrimiento humanos, así como la injusticia y la precariedad en la que muchísimos seres humanos viven.

—¿Existe la vocación poética? ¿la voluntad por transformar la vida a través de la poesía?

—No sé si existirá la vocación poética. Creo que sí. En mi caso, desde los diez años –y de ello tengo plena conciencia–, yo ya escribía, sin que nadie me dijera nada, porque era una necesidad que nacía de mi interior. Era una actividad íntima, secreta, solitaria, a la que siempre he sido fiel. La poesía contribuye a transformar la vida, en la medida en que crea conciencia y sensibilidad en quienes la leen y la recrean; en definitiva, la poesía es una de las herramientas civilizadoras y humanizadoras más poderosas del ser humano.

—Hasta hace unos días, la muerte parecía una probabilidad por el coronavirus. Hoy, sin embargo, lo hemos olvidado todo a pesar de que el marcador de la muerte sigue escalando. ¿En qué nos convierte una sociedad que da la espalda a la muerte incluso en estas circunstancias?

—Las sociedades occidentales –ese primer mundo en el que estamos tan cínicamente instalados– son hedonistas (acabo de aludir al símbolo del paraíso de las terrazas ante una cerveza) y, por ello, viven, vivimos, de espaldas a la muerte. Como si la muerte fuera cosa de los otros y no nos atañera en absoluto. Pero ese hedonismo se asienta sobre las carencias y la precariedad de muchos millones de seres humanos. Y, en la medida en que no entendamos eso y todo lo que implica, estaremos viviendo en un mundo deshumanizado y desentendido de los sufrimientos y precariedades de los otros.

—¿Cuánta poesía hay en la etnografía? ¿sigue siendo cultura popular con minúsculas o cree que El Quijote, por ejemplo, demuestra lo contrario?

—El Quijote, que releía estos días de atrás, en busca de determinados aspectos de la cultura tradicional campesina, es un archivo de memoria de la España moderna, del mundo popular, del modo de ser y de existir de nuestro pueblo. En toda la gran literatura, hay una hermosa plasmación de la vida de todos. Es cultura popular, o tradicional, o como quiera que se llame, con minúsculas. Pero es que la vida del ser humano común está siempre escrita con letras minúsculas. Y una de las funciones de la literatura es dignificarla.