Amapolas confinadas
Primero conquistamos ese rincón en casa, luego los balcones y después un trozo de calle. Ahora ya nos acercamos al centro de la ciudad y a sus contornos verdes salpicados de amapolas confinadas.
El confinamiento nos llevó a la extravagancia. Por llamar de alguna manera a aquella fiebre de acumular papel higiénico, salir al supermercado a la caza de botes de alcohol, botellas de lejía y todo desinfectante que se nos cruzara entre las estanterías. Luego nos recogimos como caracoles en la casita y buscamos un rincón para trabajar, un lugar por el que entrara la luz y pudiéramos ver un poco de cielo.
El confinamiento nos reencontró con guisos de antaño, los libros olvidados, las películas pendientes y hasta las amistades con las que hacía tanto tiempo que no hablábamos. Nos hizo sentir el dolor de la muerte, el miedo a la enfermedad, la angustia de no poder respirar...
Aprendimos a mirar a través de webcam —ese gran hermano que nos hermana con nuestros semejantes— e incluso fuimos capaces de ver realidades invisibles e invisibilizadas. Nos percatamos de la existencia de profesiones que nos facilitan la vida, que nos cuidan, que son imprescindibles para que la sociedad funcione.
Ahí están aún al pie del cañón, con sus sueldos precarios y sus duras jornadas, en hospitales y residencias, supermercados, en los hogares, subidos a un camión de la basura o limpiando en las zonas 0 del coronavirus. Son los héroes y heroínas de esta pandemia, en la que no han faltado los antihéroes. Otro día les sacaremos de su silencio.
El confinamiento nos hizo olvidar el imperativo de la moda. Y nos permitimos andar en pijama o en chándal en casa, aunque también disfrutamos de sacar trapos del armario para comprobar que por más que nos gusten ya no nos sirven porque hemos engordado. Y no es de ahora.
El encierro de estos dos meses, con el suelo del pasillo desgastado de los paseos interiores, nos ha dado de bruces con fantasmas y cuentas pendientes. Nos ha hecho preguntarnos si necesitamos todo lo que nos rodea o en realidad nos pesa. Si merece la pena guardar tantos recuerdos o simplemente vivir el momento. El ‘carpe diem’ latino o este es el momento y aquí es el lugar del sintoísmo.
Así pasaron los días. Uno detrás de otro. En orden de calendario. Y nos pusimos en el mes de los obreros y las flores, las obreras y los largos días. Añorando la calle y los abrazos, salimos poco a poco. Nos encontramos cara a cara con amapolas confinadas al fin de la vía muerta, pero llena de vida que la pasea entre San Mamés y la Universidad.
Allí estaban ellas, detrás de la mamalla metálica, que tiembla al sentir de nuevo al tren, erguidas sobre la frondosa hierba. Como nosotras, amapolas confinadas, besando al viento. Abrazando la luz con sus encarnados pétalos. De ahí al centro de la ciudad es otro paseo. La bici entra triunfante en Ordoño II, por el carril que fue prohibido, cara a Guzmán, a la de otros ciclistas, el conductor del bus o una joven sobre patines fluorescentes. En la calma de la tarde, al filo del crepúsculo una persona sin techo se pierde en Capitán Cortés con su casa metida en un carrito del hipermercado.
Vivimos tiempos difíciles y hay que sacrificarse sí, pero todo el mundo. No empecemos y terminemos por los de siempre. Los que se llevará el vendaval de una nueva crisis mientras los bancos acumulan beneficios y colas de gente que busca aplazar la hipoteca o un crédito ICO para no quedarse en la cuneta.
Quizá, después del encierro, conquistemos al fin la ciudad. Más lenta, menos ruidosa, más paseable... y más austera. Más viva y nuestra. Abrazando calles y paseos con los pies, no solo con las posaderas del consumismo.
Pero no hemos acabado el encierro y ya quieren adueñarse de Ordoño el alcalde con un proyecto de relumbrón, el jefe de la oposición clamando por señoriales edificios y los coronapijos zumbando una cosa y la contraria con cazuelas de ocasión.