Todo tiene su final
En mi pueblo hubo un secretario, de la época de Franco, que le ganó una batalla a la Confederación Hidrográfica del Duero (CHD). Los plantíos son desde entonces oro verde para toda la ribera.
En aquellas choperas recuerdo que el Icona colgaba unas pequeñas casitas de madera. Allí anidaban los pájaros. Y había un señor que se llamaba Botas y sacaba camiones llenos de grava y arena. Aunque parezca increíble, había playas en el río; playas naturales. Todo al lado del cauce era riqueza. Y vida. Aún quedan vestigios de aquel ajetreo de los años 60-70, como las porterías del campo de fútbol, el único espacio respetado por la expansión del plantío una vez que las ovejas dejaron de bajar a comer los prados.
Todo tiene su final, pensé al ver estallar en una nube de polvo y escombros los silos de la central térmica de Anllares. Un vídeo da cuenta de ese principio del fin que en realidad tiene tantos comienzos que ya no sabemos cuándo empezó el declive del carbón. Entre las diminutas partículas en las que se disolverá la térmica, que un día se recostó sobre las montañas cantábricas, quedará enterrado el sudor de 36 años de labor y el eco de la energía que el humilde grupo de Páramo del Sil turbinó para ayudar a mover el país.
La demolición de la térmica dejará paso a la ‘reconstrucción’ de la naturaleza sobre el solar que quedará baldío. Seguramente el coronavirus ha retrasado la voladura. Como tantas cosas quedaron congeladas, a la espera, en tres meses de cerrojazo. Algunas han fenecido, como las vidas segadas por el virus que ha actuado como una guadaña caprichosa allí donde más hierba fácil encontró.
Ahora damos paso al principio de la reconstrucción. Sin la rémora de un juicio sumarísimo al 8-M, alentado desde la caverna que ataca impunemente cualquier medida de igualdad en este país. Y con el paliativo de un Ingreso Mínimo Vital (IMV) que no atajará toda la pobre. Esa realidad de la que está mal visto hablar, si no es en términos de caridad, en esta sociedad del éxito, la belleza y la juventud eternas.
Vinieron de fuera a sacar los colores al país que había decretado el fin de la crisis con la cortina de unas cifras macroeconómicas sembradas de beneficios en las cuentas de resultados de los bancos. «He visitado lugares que sospecho que muchos españoles no reconocerían como parte de su país (…) barrios pobres con condiciones mucho peores que un campamento de refugiados», dijo Philip Alston, el relator especial de la ONU sobre pobreza tras su viaje por España. Sucedía antes del Covid-19, la pandemia que ha roto todas las costuras de nuestro sistema de vida y ha demolido los cimientos de esa parte del mundo que vivía sin conciencia de sus límites.
El Ingreso Mínimo Vital, que llega muy mermado en presupuesto respecto a las promesas electorales, es una respuesta del Estado a un problema que es de Estado, como lo es la poca inversión dedicada a la investigación científica y los persistentes recortes.
Mucho molesta que el Estado cumpla su función constitucional. Porque esas cosas de los pobres han estado en manos tapadas con credos. Que su labor hacen. La pregunta es si el Estado debe responder ante hechos como que el 26% de la población en España y el 29,5% de los niños y las niñas viven en la pobreza.
A la ONU le parece que sí. Pidió cuentas y remedio a España. Antes del Covid. El IMV no va a acabar con la pobreza. No. Ni va a hacer rico a nadie, ni a desviar del mercado laboral precario a la población. Por algo se empieza, porque como dijo la genial Rosa María Sardá en la última entrevista, que le hizo Jordi Évole, «la pobreza no es lo contrario de la riqueza, sino de la justicia». «Todo tiene su final. Nada perdura para siempre», dice la canción ded Héctor Lavoe interpretada por Willie Colón. Ni siquiera los cantos del río, que serán arena. Ojalá la pobreza también sea escombro algún día.
En mi pueblo, los plantíos, ganados a la CHD en juicio justo, son oro verde. Sus troncos dieron un día para levantar una residencia de mayores. Y el Covid no pudo entrar.