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Vivir con la muerte

Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda

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Publicado por
Antonio Díaz Carro
León

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Quizás porque el ambiente bélico nos era familiar, como ya se ha dicho anteriormente, percibíamos la muerte con gran naturalidad, como algo cercano que ocurría con frecuencia, sin que ello nos produjera trauma alguno. Al padre de Jesusón, un vecino labrador, lo vimos morir en el portal de su casa, tirado en un escaño. Dijeron que había bebido agua fría de una fuente estando muy sudoroso…

Recuerdo también cuando murió un chiquillo de nuestra familia. Lo llevamos a enterrar cuatro muchachos, pujando una cajita blanca sobre andas también blancas, mientras las campanas tocaban a gloria. Y cuando tenía yo 5 años y algunos meses desfilé, con un ramito de crisantemos, tras el féretro de mi abuelo.

También viene a mi memoria la imagen del maletero, que tenía apodo de resonancias argentinas por haber vivido en aquel país. Yacía en el mesón, mal tapado con una manta y sobre el carromato que utilizaba para subir bultos desde la estación.

Igualmente, veíamos con serenidad los túmulos instalados en las propias viviendas, casi siempre en la mejor habitación, desalojada de muebles y cubiertas las paredes de negros crespones, con el féretro entre cuatro grandes hachones que aportaban una luz tenue al recinto.

Al médico sólo se iba de forma puntual. Los que podían pagaban una iguala. El practicante –antes había sido barbero– ponía las inyecciones después de hervir cuidadosamente la jeringuilla y curaba (o cosía) las heridas con yodo y polvo de azol.

Como es de suponer, la salud no se podía cuidar mucho y, en consecuencia, la mortalidad era alta. Al médico sólo se iba de forma puntual. Los que podían pagaban una iguala y así eran atendidos cuando era menester. El practicante –antes había sido barbero– ponía las inyecciones después de hervir cuidadosamente la jeringuilla y curaba (o cosía) las heridas con yodo y polvo de azol.

Para quitar dramatismo al relato, podría decirse que las enfermedades graves eran pocas. Cuando alguien preguntaba «¿de qué murió fulanito?», era frecuente escuchar como respuesta «de un aire» o «de repente»; bueno, también estaba lo del ‘cólico miserere’, que no era sino una peritonitis aguda.

Las recetas del médico, que acostumbraban a ser fórmulas magistrales, se despachaban en la farmacia. Las pastillas o ‘tabletas’ se hacían en el ‘pildorero’, un aparato destinado a tal efecto.

Aunque no todo eran desventuras. La diaria monotonía se rompía, jueves y domingos con el mercado popular. Desde las localidades vecinas bajaban aldeanos para vender sus productos: huevos (‘por San Antón la buena gallina pon, y por La Candelaria pone la buena y la mala’), mantequilla (siempre envuelta en hojas de berza), verduras, frutas de temporada (cerezas, higos, castañas, nueces...).

ALADINO ARDURA

J.A. VALVERDE

Fotos del libro Historia de Bembibre.

Llamaban la atención con sus extertóreas voces los ‘charlatanes’, que ofrecían múltiples productos extraordinarios, como la pomada Platerín, residuos de la mina de Almadén que limpiaban toda clase de utensilios, cubiertos y bandejas. Tampoco faltaba la adivina, una buena moza a la que su mentor pedía averiguar el objeto que una joven del pueblo tenía entre sus manos: «Encadena tus pensamientos, y me da ya que los estás adivinando». La pitonisa, pese a tener los ojos vendados, respondía: «¡Una cadena y una medalla!» Y tras el asombro general, aplausos.

Algunas veces aparecían hombres de alguna aldea comarcal exhibiendo los restos de un lobo por todo el pueblo con el fin de reclamar una contribución económica por el esfuerzo y el valor de haber abatido a tan peligrosa alimaña. Del lobo se contaban episodios dramáticos. No se me olvida el relato de un suceso, acaecido en un camino entre dos localidades próximas, sobre una niña de corta edad devorada por un lobo. Todavía no conocíamos a Félix Rodríguez de la Fuente.

Los 3 y 17 de cada mes había feria de ganado vacuno. En la campa del ferial, que, por supuesto, carecía de instalación alguna, las gentes, con su ganado, se agrupaban por localidades de procedencia. Los tratos se hacían de palabra, por lo general con un intermediario, y se rubricaban con un fuerte apretón de manos. No faltaba la culminación del trato en cercana taberna con un buen jarro de vino y alguna tapa de pulpo, callos o mollejas. En tiempos revueltos, la autoridad recomendaba levantar la feria a primera hora de la tarde, por temor –decían– a los atracos que perpetraban los ‘huidos’.

El día 3 de enero de 1944 la Guardia Civil deshizo el ferial e incautó una camioneta a la que subieron muchos voluntarios –entre ellos mi padre– para prestar socorro en el terrible accidente ferroviario del túnel de Torre. El tren procedente de León, cargado de viajeros y con los frenos rotos, había chocado contra una locomotora de maniobras y, posteriormente, un tren carbonero que había salido de Bembibre. Se comentó que todos los fármacos de primeros auxilios que había en las dos farmacias de la localidad se habían metido en un vehículo con destino a los numerosos heridos.

Había tres grandes ferias anuales, organizadas en torno a un determinado producto; así, la del ajo, por San Pedro y la del pimiento (morrones y cornijos), en septiembre. En estos encuentros también se mostraban aperos agrícolas, como trillos y yugos de madera para uncir la pareja bueyes o vacas. No faltaba tampoco una gran variedad de cestos y cestas (ya utilizábamos el lenguaje inclusivo).

A ferias y mercados acudían siempre los vendedores ambulantes. No eran como los de ahora, que venden un género determinado; mostraban gran cantidad de productos muy variados, quincalla. De ahí el nombre de quinquilleros. En sus largos tableros exhibían botones, cintas, puntillas, bisutería, navajas, cuchillos y cubiertos, carretes, bobinas y canutillos de hilo que traían de Portugal, pues aquí eran escasos; y hasta gafas graduadas. Un día un señor las estaba probando sin decidirse a comprar ninguna. El tendero le ofreció un periódico para que pudiera apreciar las letras:

—No sé leer, dijo.

—¡Pues mire los santos, hombre!

Al final, se llevó los anteojos.

A la cita acudían siempre los maragatos, con sus puestos de mantas bien urdidas y su famoso reclamo ‘se cambian mantas por lana’.