Del burro a la bici
A por patatas al Valle Gordo
Desde tiempo inmemorial las gentes de la vega del río Tuerto, cuya fama patatera es conocida, cruzaban la Cepeda hasta alcanzar la cima de Omaña en Fasgar y comprar los mejores ejemplares para su simiente.
Piensen en cualquier niño de su entorno de once años. Ahora, súbanlo a una mula. Por último, imaginen, si pueden, que acompañado de otros cinco vecinos de San Román de la Vega recorre los cincuenta y cuatro kilómetros que separan esta localidad situada en la vega del río Tuerto de Fasgar, en la comarca de Omaña. El objetivo del periplo, traer unos cincuenta kilos de patatas para la siembra. Esto es lo que hizo Joaquín por primera vez en abril de 1944
Con la idea de rememorar la expedición que hizo Joaquín al menos cinco veces, le puse las alforjas a mi bicicleta de montaña y comencé ese mismo trayecto con la salida del sol una mañana de julio. Mientras recorría los primeros pueblos de la Cepeda, recordaba la explicación detalla que Joaquín me hizo de aquellos viajes.
«Siempre íbamos en grupo y nos solíamos encontrar por el camino con otros dos o tres. Con los que yo iba eran tranquilos, pero había otros que nada más llegar encargaban un cordero para la cena de esa noche y preparaban una buena fiesta».
Al llegar a Sueros me detuve en su fuente —adornada con la imagen de San Isidro labrador— y en el local que perteneció a la cooperativa de patatas del pueblo, poniendo de relieve la vital importancia de este producto en la zona. En su día escuché como un vecino de estas tierras definió a la patata como el marisco de la Cepeda.
Al llegar a Quintana empieza la primera ascensión del trayecto para cruzar al valle del río Samario, que históricamente fue Cepeda y que hoy pertenece a la comarca de Omaña. «Había gente que algún año no llegaba hasta el Valle Gordo y cogía las patatas en el valle del Samario, pero no eran lo mismo. Ni daban tanta cosecha ni sabían igual», apuntó Joaquín durante la larga conversación que mantuvimos.
La parte más dura del recorrido es la ascensión por el conocido como Camino Asturiano que pasa a escasos metros del Suspirón (1.825 m), atalaya privilegiada de esa parte de la sierra de Gistredo. Mientras subía sudando la gota gorda, intentaba pensar en las dificultades que pasaban cuando cruzaban por aquí entre las últimas semanas de abril y primeras de mayo. «Hubo viajes buenos, sin ningún tipo de incidente, pero otros en los que la nieve, el aire y el frío provocaron más de un susto. Alguna vez los caballos se negaban a continuar, incluso la nieve tapaba el camino y no sabíamos bien por dónde tirar», matizaba Joaquín.
En el alto dejé la bicicleta y subí hasta el Suspirón. Allí el tiempo se detuvo. La mina a cielo abierto sin restaurar en el valle del Tremor, la sierra del Teleno, el Páramo o la cordillera Cantábrica se divisan desde su cima. Comiendo algo de fruta me fue inevitable pensar en el libro de Pablo Batalla, La virtud en la montaña, en el que nos habla del rumbo competitivo e individualista que está tomando un deporte que siempre fue colectivo y de recreo.
La bajada hasta Posada es vertiginosa, en apenas seis kilómetros se descienden seiscientos metros. Por este mismo camino, los vecinos y vecinas de Posada, Torrecillo y Vegapujín se dirigen con sus pendones a la ermita de Nuestra Señora de Peñafurada o Virgen de la Casa para encontrarse con los de Tremor de Arriba cada 15 de agosto. Otra de las romerías más destacadas de la zona es la que se celebra cada 25 de julio en la Campa de Santiago, en la que los vecinos de Colinas y los de Fasgar se unen en ese paraje inigualable. El trasiego entre el Bierzo y Omaña queda reflejado con estos dos claros ejemplos.
En Posada, y ya van doce años, se celebra en pleno mes de agosto el concurso de tapas con patatas del Valle Gordo, una jornada que pretende poner de nuevo en auge el producto estrella de la zona. El final del viaje se aproximaba y sobre las dos de la tarde llegué a Fasgar. Su albergue, que lleva dos años abierto y que el año pasado alojó a ciento treinta y nueve peregrinos que se dirigían a Santiago por el Camino Olvidado, es un lugar idílico para descansar.
Después de comer en el restaurante del pueblo y de una buena siesta, hablé largo y tendido con Rosi, presidenta de la Junta Vecinal, encargada del albergue, del restaurante y del servicio de alquiler de bicicletas para la etapa más impresionante del Camino Olvidado —la que une Fasgar e Igüeña— entre otras muchas cosas.
Rosi tiene claro que la declaración de denominación de origen de la patata del Valle Gordo es algo fundamental para revitalizar una zona en la que su hija —de ocho años— es la más pequeña del Valle. La niña tiene que recorrer a diario los veintiséis kilómetros que separan su pueblo de Riello, localidad en la que se encuentra el colegio más cercano, con ocho alumnos.
Otro de los puntos que reclama la presidenta de la Junta Vecinal es un buen servicio de telecomunicaciones. «Si queremos que la gente venga a vivir al Valle Gordo tenemos que ofrecer un buen servicio de telecomunicaciones. Como se está demostrando, se puede teletrabajar, pero necesitamos buena cobertura».
Rosi me presentó a Arsenio, un vecino de Fasgar que cuenta en su haber con ochenta y siete años. «A este pueblo venía gente de todos lados, del Bierzo, de la Cepeda, incluso de Fresno de Vega, a casi cien kilómetros de aquí», contaba orgulloso. Señalando su pequeña parcela con unos diez surcos sembrados expuso que «antes estaba todo el valle sembrado de patatas, desde Fasgar hasta Aguas Mestas, aunque las mejores estaban en Fasgar, Vegapujín y Torrecillo».
Durante la cena, hecha a base patatas y huevos de la zona, seguí atento —pese a los continuos cortes de cobertura— el partido de fútbol que confirmaba que la Ponferradina seguía un año más en Segunda División. Era viernes de verano y el restaurante se llenaba de gente, nada que ver con los cinco vecinos que habitan continuamente en Fasgar, muy lejos de los ochenta que llegó a tener.
Al alba, como hacían Joaquín y todos los que viajaban al Valle Gordo en sus caballerías, inicié el camino de vuelta, no sin antes despedirme del albergue, el teleclub y el consultorio médico. Este último, lamentablemente, solo recibe la visita del médico el primer y el tercer martes de mes. «Si pago los mismos impuestos que una persona que trabaja en una ciudad, ¿por qué tengo muchos menos servicios?», se preguntaba la presidente de la junta vecinal la noche anterior.
En una hora y media y con gran esfuerzo llegué al alto de la sierra y de ahí, en bajada constante, hasta el valle del Samario. Esta vez regresé por Los Barrios de Nistoso, el otro camino que cogían antiguamente, aunque este, menos veces. Desde Los Barrios y por la cola del pantano de Villameca llegué a Quintana del Castillo. Allí paraban a que beberían las caballerías mientras los jinetes almorzaban. Yo, para seguir con el ritual, me tomé mi descanso.
En media hora estaba pedaleando de nuevo a la vez que observaba la chopera del río Tuerto y como a un lado y a otro de la carretera varias tierras de patatas, remolacha y maíz eran regadas con el agua de un pantano que significó el sacrificio de los hombres y mujeres que habitaron Oliegos. Como digo cada vez que tengo ocasión, nunca le agradeceremos lo suficiente el sacrificio (forzado) que realizaron.
En la parte más baja de la Cepeda recordé el reportaje que apareció en este periódico a finales de abril, en el que Javier González, agricultor de Carneros, reivindicaba el producto local y el apoyo al agricultor con una iniciativa que incluye la entrega de su producto en los hogares de los compradores, algo muy similar a la idea que me proponía Arsenio la tarde anterior en Fasgar.
Ya en San Román de la Vega, antes de regresar a mi casa, recorrí varias fincas de patatas mientras repasaba la experiencia vivida y lo que tuvo que significar para un niño de once años hacer este mismo itinerario a lomos de una mula.
«Ese recuerdo lo tendré siempre grabado, una de mis mejores experiencias», me indicó Joaquín con la mirada puesta en el horizonte y una leve sonrisa. Por historias como esta procuro hablar lo máximo posible con mis mayores, son fuente de cultura y de inspiración. Como decimos en cada filandón que la Asociación Cultural de San Román celebra en Santa Brígida: «aquí hablan ustedes, nosotros y nosotras venimos a aprender».