Diario de León

LOS ‘VENTUROSOS’ 60 Y EL 600

Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda

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Terminada la carrera, quedaban dos escollos por solventar: la mili y el empleo. El servicio militar, obligatorio para varones, tenía una duración por entonces de 18 meses y se hacía al alcanzar la mayoría de edad, 21 años. Siempre fue muy controvertido. Para muchos, era una pérdida de tiempo que interrumpía estudios, trabajo, emprendimientos… Sin embargo, para otros era la única vía para salir de casa por primera vez y, en muchos casos, para superar el analfabetismo e incluso aprender un oficio.

Los universitarios teníamos la opción de la IPS (Instrucción Premilitar Superior). En tercero y cuarto curso de carrera, durante los tres meses de verano, acudíamos a un campamento de tiendas de campaña con capacidad para 15 mílites –Montejaque, El Robledo, Monte La Reina, entre otros– donde te preparaban en el noble oficio de las armas. Como bien decía Calderón de la Barca, «la milicia no es más que una religión de hombres honrados».

Al terminar la carrera tenías que hacer prácticas como sargento o alférez, según el grado que alcanzaras en una unidad ordinaria del arma correspondiente. Las prácticas duraban cuatro o seis meses, dependiendo de la época. El uniforme era el mismo que el de la mili ordinaria, pero con una placa distintiva de IPS inspirada en la del SEU (cisne con alas abiertas y damero a cuadros blancos y azules, con dos espadas cruzadas) y cordones en el pecho de dos colores: uno general, de color gris (la inteligencia) y otro específico, según la carrera: amarillo para Medicina, rojo para Derecho etc. Por su parte, las mujeres cumplían un servicio social de varios meses en la sección femenina de Pilar Primo de Rivera.

Terminada la mili, llegaba el problema del empleo. En los mentideros de la facultad de Derecho corría el dicho de que los licenciados terminaban colocados como cobradores de tranvía. Lo cierto es que la carrera tenía muchas salidas, aunque había que hacer oposiciones. De una u otra forma, íbamos superando ambos trances, según la carrera y las distintas opciones que ofrecían, para entrar de lleno en el mundo laboral de finales de los 50 y principios de la década siguiente.

Estamos, pues, en los ‘Venturosos años 60’, época del milagro económico español. El gobierno dejó atrás sus políticas autárquicas, impulsó primero el Plan de Estabilización y, después, los Planes de Desarrollo a cargo de una serie de ministros muy competentes, todos números uno en sus profesiones. Algunos pertenecientes al Opus y vulgarmente conocidos como ‘Los Lópeces’, en alusión a su primer apellido. Salíamos al fin de la oscuridad económica y empezó a surgir la clase media.

Buena parte de los españoles (un millón y medio, según estimaciones de entonces) emigró a Europa: Francia, Alemania y Suiza, principalmente. Eran años en los que triunfaba el reclamo ‘Vente a Alemania Pepe’, que invitaba a buscar puestos de trabajo en el exterior.

Los que quedamos aquí, empezamos a ejercer nuestros oficios y profesiones con denuedo inusitado. Los mineros, apretando sus riñones en los destajos, haciendo horas extras e, incluso, cultivando viñas y huertos al salir de la mina. Los labradores, con una jornada bien delimitada: de sol a sol. Los mecánicos, sin cerrar nunca sus talleres. Los comerciantes, con vivienda encima de sus negocios para así poder atender a los clientes a cualquier hora. Y casi todos los profesionales practicando el pluriempleo; así, era habitual que banqueros y mercantilistas, después de su jornada en la empresa, hicieran las nóminas y seguros sociales de los pequeños negocios, por ejemplo.

Recuerdo a un compañero valenciano que, cuando hacíamos las prácticas de alférez en La Legión, comentó que tan pronto como ganara 5.000 Pts (30 euros al mes) contraería matrimonio. Y así fue.

En aquellos tiempos, la mujer española había hecho suya, quizás sin saberlo, la táctica de Eugenia de Montijo. Cuando Napoleón III, empedernido mujeriego, la requirió para saber cómo acceder a sus favores, la aristócrata y bella andaluza le contestó: «Pasando por la vicaría, señor». Y eso era lo que todos debíamos hacer de forma inexorable, pasar por la capilla y contraer matrimonio ‘por lo militar’, como jocosamente decíamos, para formar un hogar permanente. «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Y a ver quién discrepaba entonces.

A todo esto, se sumaba la dificultad de encontrar una vivienda adecuada, cosa compleja en aquellos años. Solución provisional para muchos era alquilar una habitación con derecho a cocina; por lo general, señoras viudas con ingresos escasos cedían alguna habitación sobrante en su vivienda, con opción en momentos determinados a utilizar la cocina con sus enseres. Esta fórmula funcionaba también para las vacaciones de verano.

Y apareció el 600, un vehículo utilitario fabricado por Seat, cuyo valor alcanzaba las 65.000 pesetas, poco más de 390 euros. Había que solicitarlo en el concesionario y solo se podía elegir color, aportando de fianza 5.000 pesetas. Transcurridos unos cuantos meses, te entregaban el vehículo y rara vez era del color elegido, pero no había más opción que aguantarse. Podía calentarse en las cuestas y alcanzaba 90 km hora cuando bajaba, algo que se notaba por su vibración. Como quiera, fue un notable avance, en especial para la sufrida clase media, que podía tener un coche a su disposición para el trabajo y el ocio, cuestión imposible hasta entonces.

Como precedentes, tuvimos la Isetta, un vehículo a medio camino entre la moto y el coche: de tres ruedas, con techo, una sola puerta en la parte delantera y capacidad para dos viajeros. Y el famoso Biscúter, una alpargata con ruedas, sin techo, sin puertas y sin marcha atrás. Era de aluminio, pesaba muy poco y se aparcaba a mano. 

Con el 600 se inició la evolución del transporte privado. La propia Seat puso en circulación el 1400 y posteriormente el 1500. De gran porte y con el cambio de marcha en el volante, se convirtió en vehículo oficial de instituciones y autoridades. Otras marcas ofrecieron sus aportaciones, como Renault, con el Gordini, fabricado en Valladolid, que pronto consiguió el sobrenombre de ‘coche de las viudas’, por su mal comportamiento en las curvas; para compensar su inapropiada distribución del peso había que poner sacos de tierra en el maletero, situado en la parte delantera.

Primeros indicios de lo que fue una auténtica evolución de los transportes que, junto a los avances en comunicación, merecen un capítulo aparte.

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