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EL PRECIO DEL ‘MILAGRO ECONÓMICO’

Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda

Emigrar. Vivir lejos de casa. Viajes largos, interminables. Trenes de largo recorrido, con incómodos trasbordos. Jornadas agotadoras de trabajos penosos y alojamientos insalubres. Idiomas extraños, que no habían oído jamás, costumbres distintas. Y, además, la difícil tarea de ahorrar y mandar divisas a las Cajas de Ahorros de su pueblo.

Publicado por
León

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Sobrevolamos la década de los 60 y hablamos, muy someramente, de la emigración, un fenómeno que merece, por su importancia y su casuismo, cierta memoria más expresiva.

Las generaciones anteriores también padecieron este proceso que hoy se antoja tan familiar y cercano, aunque dirigiendo sus pasos en distinta dirección: los países hispanoamericanos. De ellos regresaron muchos, más no conozco en la comarca ningún indiano con fortuna. Muchos quedaron por allí con suerte diversa.

Recuerdo haber estado con un compañero en las cataratas del Iguazú y, al acercarnos conversando a uno de los miradores para contemplar el magnífico espectáculo, se dirigió a mí una señora, acompañada de sus hijas, y, con notorio acento platense, exclamó: ¡Vos sois del Bierzo! Y seguidamente comenzó a sollozar. Mi compañero me increpó creyendo que había dicho alguna inconveniencia. Por supuesto que no. Más calmada, nos explicó que su marido era de un pueblo del Bierzo, emigrante a Buenos Aires y padre de las dos jóvenes que la acompañaban. El buen hombre se había pasado la vida exaltando las maravillas bercianas. Los paisajes, las fiestas, la gastronomía, todo… pero sin haber conseguido medios suficientes para llevar allí a su familia. Por fin, el verano anterior, había logrado su sueño y pudo visitar de nuevo su Bierzo natal, recorrer los pueblos y lugares para mostrar todas las bellezas que tantas veces había descrito. Fueron tantas las emociones que un infarto cercenó su vida. Dios quiso que se quedara a descansar eternamente en su tierra. Al reconocer mi deje berciano, a la mujer se le agolparon de súbito recuerdos, amores… ¡Toda una vida!

La emigración de nuestra generación dirigió sus pasos hacia países europeos buscando los puestos de trabajo que aquí no encontraba; la mayor parte de los casos, mano de obra (‘main d’ouvre’, que dicen los franceses) de escasa cualificación, dispuesta a realizar las labores que los nativos no querían hacer. Lo de siempre.

Recuerdo el caso de una mujer de cierto lugar que se había quedado viuda con un hijo incapacitado; al ser muy escasa la pensión que le había quedado y no tener posibilidad alguna de encontrar trabajo en su pueblo, se vio obligada a arreglar los papeles y, sin encomendarse a nadie, después de ‘enjaretar’ su hijo a unos familiares, partió en tren hacia París. Llegó a la ‘gare de Montparnasse’ con su vieja maleta y se fue caminando hacia el centro hasta que, agotada y desvalida, se derrumbó sobre un banco, llorando y también rezando. Alguien escucho sus cuitas, porque a punto de perder toda esperanza escuchó a unas chicas hablando español que pasaban cerca. En ese momento se le abrió el corazón. Las llamó y tras acogerla se fue con ellas a pasar la noche en una barcaza anclada en el Sena. Dos días después, empezó como ayudante de cocina en el bar-restaurante donde ellas trabajaban. Parece que ‘Alguien’ siempre protege a los inocentes.

La emigración implicaba casi siempre un proceso duro, a veces desgarrador y más en las condiciones que partían los nuestros, sobre todo al principio. La mayoría, sin contrato de trabajo, a la aventura, con empleos penosos, fatigosos y mal pagados.

Menos oportunidades tuvo un cliente de mi despacho, que tenía como apodo una palabra que expresa muy bien la desafección al trabajo. No logró una pensión al no tener cotizaciones suficientes. Y cuando le pregunté por sus trabajos en Alemania contestó con evasivas. Sucedió que llegando a cierta ciudad –creó que era Bonn–, se alojó en la vivienda de unos amigos del pueblo, esperando que le ayudaran a encontrar trabajo. El primer fin de semana, les pidió información para saber dónde buscar alguna diversión de cierto nivel. Los compañeros, no exentos de cierta guasa, le indicaron que las chicas alemanas (rubias, de ojos azules) tenían mejor disposición que las estrechas españolas. Y pensó que su buena planta y unas frases precisas –que previamente le habían dicho en alemán– le bastarían para salir a la calle y galantear a las señoras. Nuestro hombre, que, en efecto, era apuesto, con cierto aire demodé a lo Carlos Gardel, se puso su mejor atuendo, peinó el cabello negro con raya y abundante brillantina y se lanzó a conquistar la calle. La primera mujer que requirió, le miró de soslayo y se alejó pensando que era un loco. La segunda, reaccionó con violencia y le sacudió con el bolso. Y la tercera fue aun peor. Se puso como un basilisco y llamó a la policía. No solo fue detenido. Le pusieron en un tren con la advertencia seria –alemana– de que no volviera a aparecer por el país teutón. Así fue su paso por la República Federal.

Otro país que recibió mucha gente española fue Suiza, donde las condiciones, trabajos y demás circunstancias eran, poco más o menos, las mismas.

Por razones que no vienen al caso traté a una muchacha del Bierzo Alto de nombre… vamos a llamarla Rosalía. Se había casado hacía poco tiempo y su marido, una vez terminadas las faenas agrícolas propias del verano, no encontró trabajo acorde a sus conocimientos –que eran ninguno– y se vio obligado a buscar la vida en el país helvético. Allí paso unos meses, pocos, cuando su esposa, después de hacer los oportunos cálculos, decidió que debía regresar a España en las inmediatas navidades. A tal efecto le envió una carta –escrita por la señora maestra, pues a ella no se le daban muy bien las letras– tan apasionada y con tanta angustia, que el hombre no tuvo más remedio que gastar lo poco que había ganado en la compra del billete de vuelta. Llegó una fría mañana de crudo invierno. Había nevado y helado, por lo que el andén de la estación era una pista insegura y resbaladiza. El chico bajó con prisa, pues la parada del tren era breve y, tan pronto puso pie en tierra, cayó cuan largo era. De la estación fue llevado con urgencia al hospital de Ponferrada. Le enyesaron medio cuerpo. Su mujer acudió solícita para atenderlo e incluso satisfacer su amor, reto imposible en tales circunstancias. Y así pasaron varias semanas, hasta que Rosalía notó que se le abultaba el vientre y, después del tiempo reglamentario, nació una hermosa criatura. Parece –según ella misma manifestó– que había estado ‘embromando’ con un muchacho del pueblo. Es lo que pasa cuando se juega con bromas pesadas.

No pretendo con este anecdotario frivolizar el dramatismo de la emigración. Antes, al contrario, dejando de un lado los matices tragicómicos, la cruda realidad se imponía amargamente. Viajes largos, interminables. Trenes de largo recorrido, con incómodos trasbordos. Jornadas agotadoras de trabajos penosos y alojamientos insalubres. Idiomas extraños, que no habían oído jamás, costumbres distintas. Y, además, la difícil tarea de ahorrar y mandar divisas a las Cajas de Ahorros de su pueblo.

Muchas y dolorosas penalidades. Pero sirvieron para levantar la economía española y contribuir, en buena medida, a conseguir el gran «milagro económico español de los años 60».

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