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Tercera edad

Protagonistas invisibles del confinamiento más largo

Abuelas y abuelos en el encierro del Covid-19. Fueron confinadas una semana antes del estado de alarma y siguen en el encierro tres meses después de su caída. Casi siete mil personas mayores viven en residencias en León. Seis cuentan sus vidas y experiencia en la pandemia a Diario de León.

León

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Antolina, Teo, Teresa, Enedina, Santiago y Esperanza son seis de las 45 personas que viven en la residencia Los Rosales de Carbajal de la Legua.

Una maestra, un agricultor, dos amas de casa, un zapatero montañero y una funcionaria aventurera cuentan cómo viven la pandemia a través de unos testimonios que traslucen resiliencia y esperanza a pesar de los malos pronósticos.

«Tienes que aceptar las cosas, adaptarte. La vida es adaptación continua», dice Teresa, no sin confesar que procura no ver la tele «porque me asustan».

Resiliencia

«Tienes que aceptar las cosas, adaptarte. Pero procuro no ver la tele porque me asustan»

Antolina Turrado Moreno fue la última en llegar a la residencia Los Rosales de Carbajal de la Legua. Esta maestra oriuda de Pinilla de la Valdería ingresó hace un mes tras pasar durante los peores días de la pandemia por un proceso de agravamiento y complicaciones de su enfermedad coronaria.

Santiago Morán Garrido: "Escribí seis libros de Picos de Europa. Dicen Peña Santa de Castilla y es mentira. Siempre fue de León" 

«Cuando empecé fui maestra en Corporales, Morla y Nogarejas. Después me fui a Madrid con mi marido y allí me jubilé», relata esta mujer que tras la sonrisa permanente en su rostro esconde una salud frágil, pero sin duda resistente. «Como amantes de nuestra tierra nos construimos una casa en el pueblo y luego compramos piso en León», explica.

Fue entonces cuando su marido enfermó y murió. Este año, después de ser deshauciada en un hospital privado por su dolencia cardiaca, fue operada de en el Hospital de León y al mismo tiempo le descubren un cáncer de colon. «¡Dios mío, cuánto cuesta vivir!», pensaba mientras salía adelante.

Más miedo a la guerra

«El virus no me preocupa mucho. Afortunadamente, en vez de guerra hay una forma de entenderse»

En la residencia se siente cuidada y arropada por compañeros y compañeras, además de por sus oraciones. El caballete espera a que se decida a volver a pintar. «Me entretengo fácilmente. Pinto, hago bolillos, ganchillo... ahora estoy enferma».

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Teófilo Rodríguez Lorenzana, que hará 87 años el 10 de octubre, ingresó hace dos años en la residencia de su pueblo. Echa de menos salir a su casa e ir al bar, como hacía antes de la pandemia, pero «nervioso no estoy. Si me dicen: «Te vas a morir mañana»; digo: Bueno, el tiempo ya ha pasado», afirma mientras recuerda a su hermano, el misionero que estuvo al frente de la parroquia más grande del mundo, en México, y falleció hace dos años.

Teo fue labrador y ganadero, primero en casa de su padre y después de casado, a partir de los 26 años, por cuenta propia.

En Carbajal de la Legua, un pueblo muy distinto al que se ve ahora, se cultivaba «de todo», centeno, cebada, trigo, avena... pero llegó un momento en que el campo no daba para mucho y se hizo empapelador, pintor y colocador de moqueta. Corrían los años 80...

Teófilo R. Lorenzana: "El campo me gustó siempre. Ahora lo que estoy haciendo: estar aquí. Me adapto y procuro no dar guerra"

Si le preguntan qué es lo que más le ha gustado responde: «El campo me gustó siempre, pero ahora me gusta lo que estoy haciendo. Estar aquí. Me adapto a cualquier cosa, lo que procuro es no dar mucha guerra».

Teo y Teresa hacen buenas migas. En la residencia, la amistad ha cobrado un nuevo significado en sus vidas. Teresa Sáenz de Miera Zapico, de Valencia de Don Juan, coyantina, como dice ella, es biznieta del célebre ingeniero que hizo el túnel de La Perruca, que desde 1884 y hasta hoy es el enlace ferroviario entre León y Asturias. . Su carta de presentación es más sencilla: «He sido feliz de niña, de mayor, siendo madre, lo he tenido todo. No tengo más que agradecimiento a Dios y al mundo».

«Tuve una infancia muy vividora. Valencia de Don Juan me gustaba mucho. Cuando me trajeron a León me asomaba a la ventana en la calle Ramiro Valbuena y no me gustaba. A mi casa, en Coyanza, la llamaban la casa de la alegría porque tenía dos tías que tocaban muy bien el piano».

Teresa Saénz de Miera: "He sido feliz de niña, de mayor, de madre. Lo he tenido todo. No tengo más que agradecimiento"

Con su padre cantaba zarzuelas antes de comer. «Me decía Teruca, o Terina, vamos a cantar un poco». Se casó con un hombre que era «muy bueno para los negocios» y para ella «lo supremo». «Tenía que tener cuidado con lo que deseaba, porque le decía cualquier cosa y al día siguiente ya lo tenía... Se me fue de la manera más absurda... Se dio cuenta que se moría y con la mano cogida a la mía me decía: «Tú eres mi calefacción central —siempre me lo decía porque yo soy muy calurosa y él siempre tenía frío— Ma... me llamaba Ma... Esto se acaba». A las dos horas se quedó sin vida.

Cuando sus hijas le recuerdan la edad que tiene —nació en 1928— siempre les pregunta: «¿Ya tengo tantos años? No me lo creo», dice sonriente. La única tristeza de su vida es «cuando se ha ido mi familia». El marido, sus tres hermanas, el único hermano, su padre, su madre... La mujer ecuatoriana que le ayudaba en casa y tras cuya muerte se tomó la decisión de que viviera en una residencia.

«Al principio no quería. Ahora estoy feliz, tengo buenos amigos, no estoy sola. La soledad es muy triste», reflexiona. Durante el confinamiento prolongado en la residencia ha conocido a su segunda biznieta. «Dos de mis hijas ya son abuelas. Me parece mentira», insiste sobre la rapidez con qué se siente el paso del tiempo. «Cuando Dios quiera que me lleve. Mi misión está cumplida», comenta.

Teresa disfruta de todo lo que vive y hace, sobre todo de pintar. La pared de la sala está llena con sus dibujos y los de otras personas residentes coloreados de forma primorosa. «Aquí nos sentimos un poco artistas», comenta.

«Yo nunca había pintado. Empecé aquí», confiesa Enedina Blanco Crespo, una mujer oriunda de Montes de Igüeña que residió en Villablino gran parte de su vida hasta que hace un año empezó a vivir en la residencia Los Rosales. «Vivía sola, con cocina de carbón y mi hijo en Valencia. Me caí y estuve con él, pero tenía que tirar mucho de mi... Yo no quería ir a una residencia, pero en mi casa aunque tuviera una persona no podía estar, me tienen que acostar y levantar con una grúa», explica.

Antolina Turrado: "Me entretengo fácilmente, pinto, hago bolillos, ganchillo... pero estoy muy enferma"

De su infancia en Montes de Igüeña recuerda que «trabajé mucho, de coger mucho peso, de mojaduras, del campo, con el ganado». Apenas fue a la escuela. «Íbamos un ratín de nada por la mañana. Enseguida nos iban a llamar para ir con el ganado. No aprendimos nada, pero me gusta mucho leer y a dibujar empecé aquí», relata.

Ama de casa, crió a sus nietos como si fueran hijos. Ahora son ellos los que se desviven por la abuela. «Ay Jorge, me da no sé qué que me tengas que bañar», le decía cuando aún estaba en casa. «Abuela, ¿no nos bañaste tú a nosotros?», le respondía su nieto. Ayudar es un verbo que Enedina conjuga incluso sentada en la silla de ruedas con la que se desplaza. «Siempre ayuda y se esfuerza. Los nietos la adoran», comenta la directora, María Machío Joven.

Cuando se casó se fueron a vivir a Ponferrada. Su marido y ella eran los caseros de una finca. «Pero a mí no me pagaban nada. Un día le dijeron a mi marido que para estar así se fuera a la mina», recuerda.

Enedina Blanco Crespo: "Nunca había pintado. Empecé aquí. Te viene muy bien. Te olvidas de todas las preocupaciones"

Poco después llegaron a Villablino, una población que no dejó de crecer durante años. «Hoy no es conocido. Ahora está en la ruina. Desde que falló la mina allí no hay trabajo», señala. Como los demás, acepta con resignación el confinamiento, que ya pasa de medio año. «Hay veces que te aburres. ¿Hasta cuándo durará esto?», pregunta de pronto. Y ella misma se responde a continuación: «Esto no se acaba, puede mejorar un mes, dos... pero vuelve a lo mismo. Siempre estoy pensando: No vuelvo a ver a mi hijo. Los nietos aún los veo», añade.

Con todo, no pierde la esperanza: «Rezo mucho y pido que encuentren algo para que esto acabe». En la residencia se siente segura. «Aquí estoy atendida. No quiero molestar», concluye Enedina.

Santiago Morán Garrido no lleva la cuenta del tiempo que vive en la residencia. «Mucho tiempo, afortunadamente, porque me atienden muy bien», apunta. Y de corrido añade: «Echo de menos que anduve todos los Picos de Europa, publiqué seis libros, sobre la parte de León que es lo que más me interesó». También cuenta que tuvo un guía de Cordiñanes con el que recorrió el macizo occidental y central.

Esta es su presentación. Cuando le toca el turno de hablar de su vida recuerda que también coronó Torre Santa, ahora Peña Santa, con uno de sus hijos. «Cuando dicen Peña Santa de Castilla, digo ¡mentira! porque siempre fue de León. Ahora como dicen que es así en Valladolid pues hay que aceptarlo. Santiago se dirige a Teo y le cuenta que de niño iban a robar perucos a Carbajal a la hora de misa. Debió de ser después de «la guerra de España» porque durante aquellos años y algunos más vivió en Manzaneda de Torío con su abuela Brígida. «Todos, hasta mi padre, estaban en la cárcel porque pensaban distinto», comenta.

A los 13 años entró en una zapatería y aprendió a hacer zapatos y luego a repararlos «porque se acabó todo, como todos los oficios. Empezaron las fábricas». Luego tuvo una zapatería propia en la calle Barahona.

Cuando la guerra era un chavalín de cuatro años. Así que todo le pareció normal. Ahora «no me entero muy bien de cómo van las cosas. Estoy bien y el virus no me preocupa mucho porque afortunadamente en vez de una guerra hay ya una forma de entenderse». Santiago se acuerda de su hijo, el geólogo, y del otro hijo que murió de cáncer. Echa de menos a su nieto. «Siempre me decía, abuelo hay que tener confianza». Santiago, que llegó en silla de ruedas, ahora camina

Esperanza Hernández Morán, también de León, es de las veteranas en Los Rosales. Toda una aventurera que cuando finalizó su vida laboral como funcionaria de Correos se fue a vivir a Ruiforco. Levantó una casa de madera y ayudó a construir otra. Y luego aprendió a volar. «Me saqué el carné de piloto», dice como si hubiera sido el carné de la biblioteca o cualquier otra cosa. Las fotos recuerdan su hazaña. «No he tenido miedo en ningún momento», afirma sobre la pandemia. «Aquí estoy más o menos protegida, como todo el mundo», señala.

La residencia Los Rosales es una de las que ha conseguido frenar el virus a sus puertas. Como en todos los centros de mayores, las visitas están restringidas, cada vez que uno tiene que ir al hospital se le ducha y se lava toda la ropa inmediatamente, las comidas se sirven aún en las habitaciones, cuando uno se pone malo todos pasan a las habitaciones, se hacen pruebas periódicas y se mantiene la actividad rutinaria. Así se vive en una residencia de mayores al lado de León. En tiempos de pandemia y de confinamiento prolongado para los mayores.