Cornada de lobo
Haz el odio, no la guerra
Crispación, antagonismo, recelo, tirria sarracena, odio... Hasta aquí la pasión humana, lo «natural». Después, la guerra, o sea, la aberración. El odio es lo civilizado, si no se traduce en mamporro y crisma abierta. El odio es una palestra de sentimiento humano, la justa cara contraria de otra pasión exclusivamente humana, que es el amor, facultad de ternura y solidaridad que las especies animales o vegetales ignoran por su propio bien y por no pervertir el mandato de la vida que ordena el egoísmo absoluto, el sólo mirar hacia uno mismo y preocuparse de medrar para que, con la prosperidad particular, se beneficie directamente la especie (y no creas que el liberalismo filosófico y económico es otra cosa que esta gaita individualista, insolidaria, el yo delante para que la burra no se espante). De la misma forma, bichos y plantas desconocen el odio como tal. Eso les impide crecer, evolucionar, dejar de ser lo que son para ensayar otras cosas, otra vida, otras posturas. Está claro, por ejemplo, que el primer ensayo de hombre ocurrió cuando un mono bajó del árbol, llegó a un suelo desconocido y plagado de peligros, se puso de patas, agarró un palo seco que había allí tirado y levantó los brazos blandiéndolo: había nacido el hombre. ¿Y por qué el mono bajó de la seguridad del árbol para intentar una exploración existencial en la que arriesgó todos sus mandatos genéticos?... Tengo una particular teoría, bastante peregrina por cierto, que no es fácilmente aceptada por la sección femenina de nuestra vida. La genial culpa de la espantada la tuvo una mona acomodada en la confortable copa de un arbolón donde atendía casi exclusivamente a su crianza sin moverse apenas de esta altura y esperando el acopio de alimento que venían a proporcionarle los machos del clan familiar, plátanos, frutas, bayas y brotes de ternura. Lógicamente, la mona atendía mejor los requiebros de aquel mono que se presentaba con una mayor mano de plátanos. Para él se reservaban los favores y la cohabitación. Y nuestro mono empezó a saber lo que era el odio, la inquina y la ojeriza, aunque sin pasar a palabras mayores, que es la pedrada en el ojo, así que, sin tener pelo que rascar en la ceremonia del clan, se las piró, bajó y alentó otras vías de evolución.