Cornada de lobo
Sacos de hueso y roña
Cuenta cuatro segundos. En lo que se tarda en leer esta línea ha muerto una persona (humana). Cuenta otros cuatro. Te acabas de cargar a otra. Sigue con la cuenta: ya tienes otro muerto en la talega. ¿Te parecen pocos? No hay problema, sólo se trata de dejar que obren los segundos y esa boca cerrada con la que pacemos la tragedia; y allá va uno más, y otro, y otro... Cuando quizá vuelvas mañana sobre estos papeles tendrás nada menos que un cargo de quince mil muertes en la cuota de culpa que te corresponda (es la cifra diaria que dan las Naciones Unidas en ese anual recuento macabro que ya ni inquieta). Eres bicho de la especie a la que pertenece esa burrada de pobre gente, sacos de huesos y roña, mujeres de pechos secos y planchados como faltriquera de pordiosero, niños de alambre, palomicas de la malaventura. Pero no te inquietes. Se mueren ellos solos. Nadie aparentemente les mata. Se mueren de hambre, qué vulgaridad; se mueren de asco y lejanía. Se entiende que son el peaje que pagamos al despepitado desarrollo, lo mismo que entre los ñus hay un cupo de rutina que se entrega a la muerte en el Serenguetti para que vivan leones o cocodrilos y la vida siga corriendo en su calculado desequilibrio. Tú, tranquilo. El que muere de hambre vive lejos y cuando le dan tierra en un zanjón le lloran y cantan cosas que tú no entiendes. Es su problema, ¿verdad?... Bastantes cosas tienes ya en tu revoltijo como para echar encima cuitas de conciencia y miradas a quien no conoces. Encoge hombros, cambia de telediario y dile a la mujer que vale ya de esa carne estofada que apunta sebo. Y a otra cosa. Cuenta otra vez cuatro segundos: ahora el que ha muerto pellejamente es un indonesio. Son todos iguales en ese cuarto país más poblado. De igual forma, cuando a hindúes y a paquistaníes les sale una cabeza nuclear por la bragueta y se barrunta en su horizonte bélico una masacre de hasta quince millones de muertos, nos aliviamos: allí sobra mucha gente y les viene bien la poda de tanta rama. Y haz como Rato en el chiste del poblado sahariano. Preguntó a aquella gente ¿qué tal por aquí?. Hambre, señor ministro, mucha hambre, dijeron. Risueño, Rato exclamó: Eso está pero que muy bien. ¡Que no falte nunca el apetito!.