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León

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Calladamente, como regulaba la norma de discreción que enhebró su conducta, Angel Herrero, uno de los últimos espartanos del periodismo leonés, nos ha dicho adiós rayando los noventa, firmada cabalmente la crónica de su vida, cumplida con nota una trayectoria profesional de gran obrero de la información, regateando la noticia, alojando por igual en las páginas deportivas del «Diario de León» a los tirios de balonazo caro y a los troyanos humildes del deporte provincial. Angel era conocido por el sobreapellido con el que firmaba, «Roherre», y me admiraba de él el riguroso compromiso con su trabajo, la disciplinada comparecencia en su tarea de campo o de mesa. Componía con Martínez Aláiz, el tío Marcelo, el tandem senatorial de la vieja redacción, la respetabilidad que confiere la edad, la dignidad y el gobierno; espartanos los dos; cumplidores rutinarios de la noticia diaria que había que trillar en banquillos y organismos; discretos, por demás; emparejado entendimiento entre decanos que les hacía ir juntos incluso a la plaza, bolsa en ristre, a por verdura y provisión de regateo, a la averiguación de precios e incidencias. Porque Angel Herrero era pueblo llano y jamás le ví lucir su condición de periodista para hacer prevalecer su persona o su opinión. Su prestigio era su rectitud, su alejamiento de lo altisonante, su relato diario de esfuerzo callado y, últimamente, su calmado paseo por la ciudad (casi siempre con su hermano Manolo, alma regente del viejo taller de este periódico) recalando aquí y allá con la charla amiga, el saludo de corazón cosechado a cada paso. A Roherre le coloqué en cierta ocasión en un apurado brete del que después nos sonreíamos y hasta celebrábamos. Estaba de director en funciones, era verano, y le colé una entrevista de dos páginas con Antonio Gavilanes Dumont, un personaje del callejón franquista que largó más de la cuenta. En aquella entrevista sólo quebranté cinco leyes fundamentales del Reino, al periódico le metieron un puro de trescientas mil (lo que costaba un piso en el 74) y a mí me pedían dos años de cárcel y uno de destierro. Al final todo quedó en furia gubernativa y sobreseimiento. Roherre jamás me facturó el cargo. Ensayábamos la libertad.