Diario de León

Cornada de lobo

Que me den jueces así

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León

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Si escucharas a alguien que exclama «tíapaípalparquin», puedes deducir que se trata de algún nombre de guerra de indio seminola, quizás uno más poético de un ojibwa del Yukon (que significa corza de espuma que cruza el río) o, con más lógica, una voz guaraní de las que en la fronda del Paraná se cuelga todo el día del trino chogüíchogüí, que resulta ser un pájaro. Pero lo del «tíapaípalparquin» no es exotismo de pago lejano, paisano, que me suena a síncopa de aquí, a economía de lenguaje, palabra rodada en alpargata popular, pues lo decía el otro día en un semáforo un tipo desde su coche a otro que iba detrás. Escrita, la palabra confunde. Dicha, la entiendes: tira para ahí, para el parking. Y la voz lo abrevia operativamente, pues el otro jicho la entendió y, efectivamente, derrotó hacia el aparcamiento. Es como esa otra palabra recogida en el vocabulario tradicional de Palacios del Sil: omesí. Escrita, desconcierta. Dicha, se comprende: home sí, ¡hombre, sí! O como esa otra también asilada en el diccionario popular de la Valdería: nuninstante, que todos comprenden como «en un instante». ¿Y quién no entiende a la primera un palante, un paice que o un poclamo por proclamación?... La Academia fija, pero el parto de las palabras se da en la calle, las acuña en pueblo en su ignorancia latinilega. De no haber sido así, de haberse mantenido leal a la gramática que nos colonizó, seguiría este pueblo hablando a estas alturas un latín legionario o de sacristía. No me desagradan especialmente los torzones de la lengua y el patadón al diccionario, pero el español es tan rico, que también se agradece, no sabes cómo, la utilización de la palabra culta, la que suena y es bien traída. Isidoro Alvarez Sacristán, por ejemplo, la borda. Acaba de publicar su último libro de poemas, «Un lugar en Salarí» en el que luce un escribir de primor exento de afectación, sin céfiros ni náyades: «Ofrecí cayado y se partió el ánima, una moneda en cada ojo y se cegó hasta el ocaso; el pecho sin camisa y lo rasgó un sable. Puse mi piel entre tu rostro y lloré desnudo. No ofrezco más aliento: el alma cerrada por derribo». Lo que sorprende es que Isidoro es juez, pero no preso del considerando. Que me den jueces así, que con la pluma lloran y aman.

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