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La carrera del diestro leonés sigue un rumbo ascendente y pega un aldabonazo en la capital de La Rioja, con triunfo de dos orejas y en competencia con Enrique Ponce y El Juli

Castaño, a hombros

Publicado por
Juan Miguel Nuñez - LOGROÑO.
León

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Trofeos al margen, la tarde fue de mucho relumbrón, sobre todo por el esfuerzo y el talento de los toreros, lo mismo las dos figuras que el más joven y todavía modesto Javier Castaño. Y fue precisamente éste el que se llevaría el gato al agua, porque la espada, hay que advertir, fue determinante tanto para las dos orejas que cortó él, como para las que perdieron los otros. Se jugó la vida sin miramientos en su primero, toro blando y distraído de salida, pero que fue a más, y sobre todo fue siempre espléndidamente imantado en la muleta de Castaño, que abrió faena de rodillas y por alto poniendo ambiente a favor desde el primer momento. Toreó por la derecha pausado, limpio y muy ligado, pues otro mérito del trasteo fue el acierto en las distancias y el temple. Muy bien en todas las tandas, incluida una al natural en cuyo epílogo improvisó con un alegre afarolado ligadísimo al de pecho. Y luego, la pasión de «lo otro»: dos molinetes de rodillas y un circular invertido de igual guisa, dos más de pie y ligado el segundo a otro escalofriante cambio por detrás. No cabía más alardes, cuando todavía sorprendió con manoletinas de pie y de rodillas, y el desplante. De auténtico frenesí. En la estocada, se atracó tanto el torero que salió por los aires, llevándose un tremendo pitonazo en la cabeza. La gente pidió las orejas con la misma pasión que había seguido la faena. Y Castaño, trofeos en mano, recorrió el coso sintiéndose el más feliz del universo. En el sexto pudo redondear su triunfo. El toro fue muy manejable, por lo ortodoxo y clásico y por los efectos especiales. Faltó solo la rúbrica de la espada, pues con seguridad hubiera caído otra oreja. La salida a hombros final le haría olvidar este contratiempo.

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