Diario de León

Cornada de lobo

Ojito con las setas

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León

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Otoñada de sotobosque mullido. Llueve y se esponja el suelo de hojarasca podrida hirviendo setas y hongos. Es año de amanitas; buena señal. La amanita cesárea, que sale a capricho cada cinco o siete años, está por ahí con su carne color de azufre aguardando tus caras de hallazgo sorprendente (uno, con las setas de cardo, ya se da por contento). Dicen que esa amanita es la más exquisita, la excelencia. Y las faloides, las vernas y las panterinas también se agazapan en multitud a la sombra del roble como veneno prometido a los temerarios y tragaldabas. Hay setas a esgaya. Este buen otoño es la mejor disculpa para darse un paseíto rebuscador y ameno por el robledal o los pinares en los que cada año crece también el número de tuercebotas que trillan y trituran el tapete donde duerme el micelio. La creciente afición setera es a veces plaga que patea toda seta desconocida y putea a quien asome en lontananza. Hay mucha codicia, mucho atropar por llenar el cesto, aunque después se pudran en la despensa. Y hay sustos e intoxicaciones reservadas al zampón. Hace algunos días, por ejemplo, una peña de cazadores cazurrillos volvió de campo con unas liebres y una carrada de setas, acordándose ajusticiar las piezas y estofar una setada en comandita. Sobraban setas, de modo que apartaron una sartenada para el final de las liebres, pero, cuando fueron a por ellas, allí vieron a la perrina de caza relamiéndose tras engullirlas todas; no respetó ni el moje; cagüen la puta perrina. Pero no habían pasado ni diez minutos, cuando a la perra le sobrevinieron estertores musculares y amagos de vómito. Eso es una temblequera miserere, pensaron todos y, primero uno, después otro, confesaron síntomas parecidos y la certeza probable de que algún hongo venenoso se había colado en la sartenada. Algunos comenzaron a sentirse francamente mal; y con la urgencia que el caso requería, desfilaron a urgencias en busca de remedio, antídoto o lavado. Vaya susto. Que la diñamos, tú. Sin embargo, al día siguiente la perra alumbró once magníficos cachorros. Sus convulsiones habían sido el prólogo del parto. Y algunos de los pacientes, con más miedo aún que risa, celebraron la broma del destino y la psicosis contagiosa. Ya, pero se rilaron.

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