Cerrar

Un capítulo desconocido del viejo pellejero

Genarín, viaje en burra a Villar de Mazarife

(Nuevas y desconocidas andanzas de Genaro Blanco ‘Genarín’)

DR28P1F3-18-03-26-3

Publicado por
Pepe Muñiz
León

Creado:

Actualizado:

Eran las doce del mediodía de un 5 de octubre del año 1921. Lugar, la ‘Posada de las Burras’ en la calle Tres Mitras, también conocida por la calleja del Miedo, en el Barrio Canario, detrás de la Estación de Matallana.

Bernardino Casado San Millán, agricultor y vecino de Villar de Mazarife, estaba preparando ese día en la posada los animales de su propiedad, una mula y una burra, con el fin de retornar a su pueblo. La burra la había traído para transportar en ella cuatro pellejos, especialmente preparados para el orujo. Este licor se elaboraba de manera casera en el alambique de una de las bodegas de la calle la Cabaña de Villar de Mazarife y, dada su buena calidad, los dueños de algunas tabernas extramuros del Arco de Puerta Castillo, de la avenida de los Cubos y de la calle Renueva rogaron a Bernardino que, aprovechando uno de sus viaje a León, les trajese una partida de ese buen orujo. Bernardino, por la amistad que mantenía con ellos, no dudó de manera desinteresada en cumplir el encargo. Pero esta vez no regresaba sólo, traía como compañero de viaje a Genaro Blanco con quien había trabado amistad años atrás. Una vez pertrechadas las acémilas, Bernardino montado en la mula, y Genarín en la burra sobre los pellejos ya vacíos, emprendieron el camino de vuelta por el puente de San Marcos rumbo a la Virgen del Camino, y de aquí a su pueblo.

Conoció Bernardino a Genarín en cierta ocasión en que éste se acercó a Villar de Mazarife en busca de pellejos de animales y, de paso, a una visita de cortesía a ‘La Coneja’, viuda de grande y mucho trato, que fue habitual de la bohemia de la capital leonesa y que, por eso de los enamoramientos, casó con un vecino de aquí, y aquí se quedó de por vida ya redimida.

El abuelo Bernardino se fijó ese día en un hombre que plácidamente dormía debajo de un árbol, al lado de la era. Estaba metido en un saco, hecho de hule impermeable, verde por fuera y de lana de oveja a modo de forro por dentro. Parecía cómodo y caliente y seco para dormir. En una palabra, una alcoba individual de lujo. Estaba enterrado hasta la nariz, en la cabeza un gorro de piel con grandes orejeras y una venda que caía justo debajo de la nariz como respiradero. De inmediato pensó que el que dormía debía ser un hombre de talento y de ingenio, y que no debía dormir de esa guisa a la intemperie, así que le invitó a su casa y le buscó un hueco caliente en un pequeño cuarto con lecho al lado del pajar de su casa.

De esto modo trabó amistad Genaro Blanco con Bernardino. Enseguida le presentó a sus amigos, y juntos recorrían buena parte de las bodegas, en las que además de vino, no faltaba ni el escabeche, ni las sardinas, ni el queso de oveja. Ni el orujo, del que se fabricaba en el alambique de una de las bodegas de la calle la Cabaña. Y cuando ya la libación era abundante, el abuelo Bernardino, tiraba de su vena poética y recitaba:

«Tenemos a Genarín

en la calle del Corujo,

siempre encuentra lo que busca,

pellejos y pellejas

y además con él, nos llueve el orujo»

A veces Genaro, en las rondas vinateras por las bodegas de Villar de Mazarife, solía tomar del brazo a nuestro abuelo Bernardino y empezaba a filosofar de su tragicómica vida. Que había nacido en Izagre, allá por las tierras de pan llevar, que no había pasado ni un día cuando fue ingresado en el hospicio de León, y que cuando le licenciaron, su primer oficio fue el de aguador, aunque más le hubiera gustado el de vinatero. Que tenía mujer y tres o cuatro hijos, cosa que con certeza no recordaba, pues la memoria ya le veraneaba, pero a los que nunca faltó de nada. El mundo era para él trotar por ahí, por las casas y los caminos, buscándose la vida, pero su habitual hogar eran las tabernas repartidas por todos los barrios de León, la del Tío Perrito, la del Polvos, la del Burro, la Gallega, las de los Cubos, de Renueva, de Santa Ana, y otras cincuenta desperdigadas, no faltando los mesones de Caño Vadillo.

Cuando se le preguntaba de cómo no se cansaba de la vida que llevaba y por qué no se quedaba más tiempo con los suyos, mientras comía y bebía, murmuraba:

— Los míos… hace tantos años que hago una vida así, tan independiente…Los míos ….. son los que me dan para comer y beber, y los amigos de las tabernas…Hay buena gente en el mundo, como vosotros los de Villar de Mazarife… ¿Sabes? …. Los que hablan conmigo y me escuchan y no se ríen cuando una copa de mas trasiego, que es cuando despierta mi lengua…. esos son los míos.

El abuelo Bernardino le escuchaba, y cautelosamente entre dientes decía: «No se le puede preguntar mucho, porque si se hace, se encierra en un silencio hosco y casi hostil. Hay que dejarle hablar por su propia voluntad».

Una vez Genarín de repente, en plena lucidez etílica, dijo a los que estaban reunidos en la bodega, unas palabras impresionantes:

— ¡Yo quiero morirme junto a un camino en una noche con estrellas!

AsÍ quería irse de este este mundo Genarín, y no atropellado por el camión de la basura en la amanecida del Viernes Santo de 1929: «¡Yo quiero morirme junto a un camino en una noche con estrellas!

Durante mucho tiempo estas palabras repercutieron con cierta emoción en el alma de los allí reunidos. Después, ya no se le volvió a ver por Villar de Mazarife, como si hubiese sido tragado la tierra. Y por las impresionantes palabras que dijo aquel día, a todos les entró gran tristeza cuando se enteraron que había sido muerto vilmente, así, atropellado por un camión de la basura, ese aciago día del mes de marzo de 1929, en la madrugada del Jueves al Viernes Santo, pues no murió como él hubiera querido: «Junto a un camino en una noche con estrellas».

Y así nos dejó Genaro Blanco ‘Genarín’ a los de Villar de Mazarife, un amigo, un trotamundos, un ‘trotatabernas’, un ‘trotabodega’s, pero ante todo un amante de los suyos, de su familia, de sus amigos, tan lleno de magníficas historias que no conoceremos nunca.

Del texto: Pepe Muñiz

De la narración oral: Eduardo López Casado y Amador Casado Martínez, nietos de Bernardino Casado San Millán

De las lustraciones: Eduardo López Casado