Diario de León

Un viaje al infierno con el hijo de Biden

Hunter cuenta en un libro que mientras el candidato demócrata daba la batalla a Trump en la arena electoral, él consumía crack cada 15 minutos. También desvela secretos de otros hijos de presidentes.

Hunter Biden en un acto oficial

Hunter Biden en un acto oficial

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León

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mercedes gallego

Las mellizas de George W. Bush se saltaban los semáforos para darle esquinazo a los servicios secretos cuando se iban de farra. Una de ellas, Jenna, fue detenida dos veces por falsificar el carné de identidad para beber antes de la edad legal. El propio expresidente fue un dolor de cabeza para su padre hasta que dejó el alcohol. Patti, la hija de Ronald Reagan, llegó a posar para la revista Playboy. Y Amy, la de Jimmy Carter, fue detenida en las protestas contra el apartheid.

Hunter Biden supera con creces a cualquier oveja negra que haya pasado por la Casa Blanca, y no sólo por haberse metido crack, sino por contarlo con los detalles más sórdidos que ha logrado recordar para curarnos a todos de espanto con su libro Beautiful Things. Su estrategia, «inocular a todo el mundo» de sus «fallos para que no quede nada que usar contra su padre. Total, «nadie iba a votar por él o no hacerlo solo porque su hijo fuera un yonqui de crack», concluyó. «Demonios, ¡si hasta Trump lo sabía!».

La fórmula funciona, para exasperación del magnate que intentó convertirle en talón de Aquiles de su rival. Las insidiosas camisetas de ‘¿Dónde está Hunter?’ fueron las más vendidas en los actos de Trump y aún así no consiguió hacerle mella al candidato ni cuando lo sacó a relucir en pleno debate presidencial. «A tu hijo lo echaron de la Marina con deshonores por consumir cocaína y no tuvo ningún trabajo hasta que te convertiste en vicepresidente. Ahí es cuando hizo una fortuna en China, Ucrania, Moscú y otros sitios», le acusó.

A Biden la prensa le dio tregua, porque además Trump exageraba —le licenciaron tras dar positivo en los análisis de orina—. Si bien trabajó como asesor legal y financiero desde que se graduó en Yale y montó su propia empresa aprovechando el apellido paterno, es cierto que nunca estuvo mejor pagado que cuando la ucraniana Burisma lo contrató en 2014 para que le ayudase a «adaptarse a los estándares occidentales» por 50.000 dólares al mes pese a no tener ninguna experiencia energética. Su padre estaba en ese momento al frente de la política de EE UU para Ucrania y era responsable de los créditos del FMI. El conflicto de intereses es más que obvio.

El propio Hunter reconoce en el libro que la única razón por la que algunas personalidades le recibieron cuando era asesor del Programa Mundial de Alimentos era «por respeto a mi papá». A esas alturas rezumaba tanto alcohol que mientras el rey Abdulá de Jordania le hablaba de la infiltración del Estado Islámico con los refugiados sirios todo lo que él pensaba era en el minibar de su habitación. Se había tomado su primera copa a escondidas bajo la mesa a los 8 años. A los 14 se emborrachó en una fiesta y descubrió que el alcohol le desinhibía, le quitaba las inseguridades y le hacía sentir «completo», así que siguió bebiendo «en serio», no sólo cerveza sino también las botellas que le robaba a su padre. Con ellas, «llenaba un vacío que ni siquiera sabía que tenía, un sentimiento de pérdida, de no ser comprendido, de no encajar».

Novia embarazada

A los 18 ya le habían detenido dos veces por posesión de cocaína y condenado a seis meses de libertad condicional. A los 23 había dejado a su novia embarazada y, aunque no se podían permitir ni ir juntos al cine, se gastaba lo que tenía en tabernas donde le daban una cerveza gratis por cada tres. Con los años, la mayoría de los jóvenes dejan atrás esa etapa, pero en su caso no fue hasta que nació su tercera hija y ganaba «más que ningún otro Biden en seis generaciones». Tenía 33 años, «paraba durante un mes, bebía tres. No podía controlarlo». La ristra de centros de desintoxicación de lujo por los que pasó es interminable en el libro.

Se empieza por un Bloody Mary en el avión volviendo de Madrid y acaba empinándose cada noche una botella de vodka a escondidas mientras veía Juego de Tronos. «Al día siguiente no te levantas a trabajar. Duermes hasta las 9 y cuando apareces en el trabajo ya no vas a la reunión a la que llegabas tarde, sino que te quedas en el bar. Suma así hasta el infinito».

Hunter Biden reparte la culpa entre los asesores de Obama que le obligaron a dejar el trabajo de lobista con que sostenía su tren de vida, la muerte de su hermano Beau, y su mujer, que tras dos décadas de engaños y recaídas dio por terminado el matrimonio. Curiosamente no lo achaca a haber perdido a su madre y hermana pequeña a los 2 años en un dramático accidente de tráfico del que apenas se acuerda.

El alcoholismo es sólo la mitad del libro. Divorciado en un apartamento de soltero, con su padre absorbido en las tareas de gobierno, su hermano en el panteón familiar y sus tres hijas con la madre, Hunter desciende hasta los avernos, perdido sin remedio en una carrera desenfrenada por las drogas en los arrabales de las ciudades donde va a comprar crack de noche y de día durante cuatro años seguidos. Blanco adinerado con billetes de cien dólares y rolex de oro, resulta presa fácil de camellos y maleantes que invita a sus hoteles de lujo para que le garanticen el suministro a cambio de que se lleven lo que quieran.

La imagen del hijo del vicepresidente cocinando crack en un bungalow del Chateau Marmont de Hollywood, con un séquito desenfrenado de chulos, putas y camellos que lo dejan todo patas arriba y se llevan hasta las toallas es grotesca.

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