Lagunas y leyendas
Hay un agua bendita que no mueve molinos; pero hace girar todo un ecosistema en torno a ese movimiento ondulado que ejercen las lagunas, que ocurre siempre que aterriza un ánade, que vuela una garza, y una criatura lanza una piedra para comprobar esa sensación de alivio que contagia el agua que salpica. Hay una tierra que es de promisión, que vivió de estas lagunas que, ahora, de noche, reflejan el resplandor de las luces de la capital leonesa.
De entre las formas del paisaje que moldea el agua, están las lagunas, que en León se hacen escenarios magníficos allí donde el agua parece un momento imposible; y de repente, aparece en una vaguada,en mitad de un círculo de encinas y robles, colocados de forma interesada en torno al humedal, del que bebe las raíces y el reflejo de sus copas. Esto se puede ver en León, en la tierra de los mil pozos, la tierra de los mil pozos que cierra el lindero con el Páramo, donde resulta casi un ideal utópico simular un punto hídrico. Los hay, generosos, pasto de patos. garzas y otras aves acuáticas, que anuncian la primavera en el chapoteo alegre de los mediodías que desperezan del rigor de las heladas.
Hay lugares de León que no salen en los folletos de promoción turística y que esperan como tesoros en el fondo de los cofres, para despejar la vista del dolor, de la parsimonia de la planicie; en medio de un lugar que ofrece el sereno reposo del secano, agua. Agua para engrandecer la diversidad entre carrizales, espadañas y esos juncos perezosos que son lentos hasta para dejar paso a la nueva generación de tallos que trae la eclosión de los abriles y mayos, tan fértiles y abundantes.
Hay una tierra de León beneficiada por este jolgorio que anuncia el agua en mitad de una meseta en la que no hay atisbo de vega, ni ribera; en ese tablero de ajedrez que crece entre manchurrones de cereal tierno, casi en edad de párvulo, que no sabe lo que le espera antes de que el sol castigue la caña, y madure la espiga, y el viento solano termine por empujar a la cosecha.
Hoy, aún, navega feliz en medio de ese mar de sementeras bien nacidas que interrumpen las tierras de huelga y baldíos, los adiles en los que cronificó la retama y el tomillo, las masas boscosas del roble, y, de repente, la laguna. Las masas de agua en mitad de la planicie de esa costa sur del adobe que acordona las Tierras de León nunca se protegieron como tesoros; también, por la querencia de esta zona a restar importancia a los recursos propios. Se puede tomar la carretera Nacional 120, en dirección oeste, y tomar el desvío a Robledo de la Valdoncina, que luego salta la autopista de peaje y la vía del tren, y lleva hasta Chozas; y allí, se puede aventar ya en el aire que una masa de agua marca el contorno; se puede, incluso, bajar más al sur, al borde del Páramo, en Banuncias, donde el tono plateado rompe la línea monótona de los sembrados; girar, antes, hacia el monte del Cueto, en San Miguel, que los patos se ofrecerán voluntarios y nos guiarán hasta otro agua que no mueve molino; pero sí, un ecosistema que no hubiera sido posible jamás contemplar en estas primaveras escasas de lluvias, ajenas a los chaparrones de mayo que no deja de ser hermoso. La tierra de los mil pozos, donde la demanda agrícola, cuando había agricultura, obligaba a arañar la tierra para satisfacer la sed de los cultivos en verano, es también la tierra de las mil lagunas. Lagunas, que en la modesta consideración autóctona, a veces de no pasan de charcas, de charcones; esas lagunas que albergaban en su interior los inviernos de las aves migratorias, cuando los antepasados creían que después de verano no se iban a África.