Diario de León
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León

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Jacob cierra los ojos, busca la nota, agita las manos y canta. «Quería vivir una vida mejor, pensé que la encontraría así, pero estaba tan equivocado». Su error fue pensar que llegar a Europa iba a ser fácil, pero la realidad se impuso y, al verse forzado a volver a Gambia, se encontró con el estigma del retornado.

En Gambia, no conseguir acabar el viaje es un fracaso y el que vuelve tiene sobre sus hombros una doble losa: enfrentarse a los recuerdos vividos en trayectos de hambre, sed y muerte, y soportar los ojos juzgadores de los suyos.

Jacob Ndow cuenta su historia frente a un mural de colores avisando sobre los peligros del viaje. Lo pintó en la pared de un mercado de Bakau, un pueblo de pescadores desde donde salen cayucos rumbo a Europa.

Él dejó su país en 2014 pero optó por la vía terrestre hasta Libia, unos 5.000 kilómetros a través de Mali y Níger en autobús y coche, sin saber qué comer cada día y dónde dormir cada noche. En Trípoli, cuando intentaba juntar dinero para cruzar, le arrestaron. Ingresado en espera de deportación, volcó su ansiedad en la música y compuso la melodía que ahora canta concentrado.

«Yo era el hombre más popular del centro de detención, cuando cantaba a todo el mundo le gustaba», afirma orgulloso. Ahora, usa su música en convencer a sus compatriotas, «puerta por puerta», de que ir a Europa, así, no merece la pena.

EL CAMINO DE ATRÁS

Lo hace con la ayuda de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), la misma que le sacó del centro de detención en Trípoli y lo puso en un avión de vuelta a su tierra, donde lo que le esperaba no era precisamente un abrazo de bienvenida.

«Al volver a Gambia te enfrentas con muchos retos. Te miran como si fueras un perdedor y no quieren ni ayudarte». Es el estigma social contra los que han intentado lo que ellos llaman el ‘backway’ (el camino de atrás) y no lo han conseguido.

«Te dicen que es el mejor camino, te crees que es el camino más fácil. Yo pensaba que conseguir una visa era muy difícil y que la manera más fácil de llegar a Europa era esa. Pero estaba equivocado, ese era el camino más duro que podía escoger. A algunos los detienen... muchos mueren. Te capturan, te piden dinero, te matan».

Desde Gambia, las migraciones se producen fundamentalmente al norte de África y a países del Golfo Pérsico. En mucha menor medida a las Islas Canarias por mar, pero el Gobierno español está ya trabajando con las autoridades gambianas en la prevención ante la avalancha de cayucos.

Y es que muchos de ellos salen del vecino Senegal, que rodea a la pequeña Gambia, con apenas 50 kilómetros de costa, que se adentra como un dedo en territorio senegalés, de tradición emigrante y cuyo 15 % del PIB lo componen las remesas.

A Kuwait se fue Isatou Danrireh en 2014 y, como Jacob, se vio forzada a volver en 2017. Fue víctima, explica la OIM, de una red de tráfico de personas para trabajar como empleada doméstica.

«Desde que llegué a Kuwait no tenía dinero», se lamenta esta mujer de 30 años junto al mural, y espera que convenciendo a otros de no ir pueda hacer algo por su país.

Con los dos trabaja Fumiko Nagano, responsable de misión de la OIM en Gambia, una organización que desde 2014 ha ayudado a volver y reinsertarse a 5.700 personas.

«La mentalidad de las familias, de las madres y padres, es que los primogénitos tienen que irse y embarcar en estos viajes para ayudar a las familias. Es una mentalidad muy instaurada y persistente, y necesita ser transformada. Es difícil y lleva mucho tiempo hacerlo», explica.

El viaje es así una inversión en la que las familias ponen sus ahorros, y cuando retornan «se enfrentan al estigma y la discriminación».

DEPRESIÓN Y RABIA A LA VUELTA

En Libia, la OIM asiste a los migrantes en los centros de detención y les ofrece repatriarlos. «Han visto cosas que son indescriptibles: otros viajeros asesinados, torturados y violados delante de sus ojos. Son rutas muy peligrosas». Experiencias que dejan cicatrices, a las que se suma no sentirse comprendido a la vuelta.

Se enfrentan así con problemas de «ansiedad, depresión, rabia a veces, sentimientos de aislamiento, no pertenencia y vergüenza», explica Kumiko, que, desde su organización, trabaja con ellos también la vertiente psicológica, además de darles comida, ropa, algo de dinero y ayudarles a encontrar un sueldo a su vuelta.

A unos centenares de metros de donde Jacob canta, la tarde cae en la playa de Bakau. Gaviotas, gatos y perros se afanan en dar cuenta en la arena de los peces desechados por los pescadores. El agua está marrón y no es un buen día para pescar, así que los jóvenes, junto a los cayucos que enfilan al mar, juegan al fútbol.

Desde allí, de noche, salen algunas embarcaciones pequeñas hasta otras más grandes que los recogen para emprender ruta a Europa, a veces pasando por Senegal. Y eso es lo que quiere evitar Ibrahima.

Cuaderno de rayas y bolígrafo en mano, en una hoja tiene pulcramente anotados los nombres de 17 barcas. Se ha propuesto organizar carreras de cayucos. Tres kilómetros ida y otros tres de vuelta para «convencerles de que se queden».

Los que se quieren ir son jóvenes como él que se agolpan a su alrededor al ver a la periodista. Pero a la pregunta de quién quiere emigrar, callan entre sonrisas ligeramente molestos. «Eso cada uno se lo guarda para sí», dice Ibrahima, que tiene un hermano en Italia pero nunca intentaría ir porque es un viaje «de vida o muerte».

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