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leon de wamba

Publicado por
Alberto Flecha
León

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De la provincia de Valladolid se espera la llanura y un horizonte no más alto de lo que se alza una espiga de trigo. Pero esta es imagen que suelen encontrarse los que andan las vías más concurridas de la provincia y resulta que hoy toca llegarse a Wamba, pueblo apartado de ellas, en la comarca de los Montes Torozos. Es esta comarca de nombre redundante, pues montes y torozos vienen a significar lo mismo que los alcores y oteros por los que divaga la carretera que traemos. Y es por eso que Wamba aparece como por sorpresa, al fondo de uno de esos suaves valles en los que se miran el trigal y la caliza.

   Estos pequeños accidentes geográficos del oeste de Valladolid tuvieron, sin embargo, un gran papel para la historia. Durante varios siglos fueron frontera, y no es difícil imaginarse al pie de las múltiples fortalezas que los salpican (Tiedra, Torrelobatón, Urueña) aquellas fuertes disputas que narraba el Romance del conde Fernán González por las que «castellanos y leoneses, sobre el partir de las tierras, llamábanse hideputas, hijos de padres traidores».

   De Wamba, sin embargo, lo que destaca es un monumento religioso, la Iglesia de Santa María, de la misma fábrica de caliza gris de la que están hechos los montes y las casas que lo rodean, y hasta la plaza donde esperamos los visitantes, que el monumento es famoso por su extraordinario almacén de huesos sacados de las tumbas de lo que fue iglesia visigoda, cenobio mozárabe de fundación leonesa y hasta monasterio-palacio de la orden de los monjes-soldados de San Juan de Jerusalén. En una estancia del que un día fue claustro quedan todavía apilados cientos y cientos de esqueletos desmenuzados, en perfecta formación, pero que en otros tiempos debieron de ser miles y miles, pues nos cuentan que, por aquellas oscuras estancias, antes que nosotros, pasaron hace décadas estudiantes y maestros de medicina para abastecerse de tantos restos humanos.

   No es este lugar para detenerse en lo que podemos contemplar allí. Las bóvedas albergan hermosas tallas en los capiteles, coloridas pinturas góticas y otros tesoros artísticos sobradamente conocidos. Pero llama la atención, en el ábside, los frescos que nos dicen hicieron monjes mozárabes en el siglo X, aquellos cristianos procedentes de territorio musulmán que trajeron con ellos, si no la religión del sur, sí sus formas orientales de allende el Mediterráneo, formas de gustos bizantinos y hasta persas. Y así son esas pinturas. Como en un tapiz, desfilan formas geométricas y animales fantásticos. 

   O no tan fantásticos. Aquellas bestias que se enfrentan tienen un sorprendente parecido con los leones que un par de siglos después se convertirán en el signo heráldico de los reyes leoneses. Una figura felina, la del león, símbolo del poder, que irá evolucionando en una lenta metamorfosis, levantándose sobre sus patas traseras para ocupar los espacios de escudos y estandartes, transformándose hasta llegar al león que es hoy, pieza fundamental de tantos escudos y banderas que nos rodean. El que tenemos ante nosotros tan solo es uno de los primeros ejemplos en las tierras del antiguo Reino de León, precisamente al borde de sus fronteras, pero que tiene sus orígenes mucho más lejos, allá donde se juntan el Tigris y el Éufrates y que, como podemos ver en Wamba, llegó hasta nosotros por los intrincados caminos de la historia, esos que avanzan sinuosamente, como los que, entre cerros y trigales, nos llevan a nosotros hoy a través de los Montes Torozos.