«El amor en la madurez no es ridículo»
miguel lorenci
Manuel Vilas (Barbastro, 59 años) sigue sumido en el optimismo existencial. Regresa con Los besos (Planeta), un canto al amor y la pasión en la madurez cuyos efectos serán vivificantes y liberadores para el protagonista, un caballero andante del amor, y también para su creador. Vilas celebra el amor carnal y romántico con una novela que no es autobiográfica, al contrario que Ordesa y Alegría.
—¿Sigue en el tono vital y optimista de ‘Alegría’?
—Sigo en una aventura literaria que persigue la salvación de los mejores sentimientos humanos. En buscar lo que nos hace mejores y las pasiones más verdaderas. En vez de cargar contra la vida, me ha dado por exaltarla.
—¿Tiene que ver con la edad?
—Claro. Con 59 años veo que la vida es corta y me apetece más decir que es maravillosa que hundirla y denigrarla, como han hecho con el coronavirus.
—’Los besos’, ¿es una disección del comienzo del amor?
—Sí. Se fija en el subidón al inicio del enamoramiento, ese momento que te coloca como una droga dura, que convierte en único al ser amado, anula el mundo circundante e ilumina la vida. La putada es que el subidón dura poco. El protagonista, Salvador, un profesor prejubilado, se obsesiona con que ese subidón dure más.
—Se acaba la pasión ¿y... ?
—Aparece la melancolía. Cuando el deseo y el sexo ya no son tan intensos se tornan en amistad, complicidad, confianza o ternura; otras cosas que son muy importantes. Salvador es una especie de contable que mide el contrapeso entre la ternura y la pasión. Como tantos humanos, él querría que la pasión y el sexo fueran eternos.
—Vive una explosión amorosa en la madurez, cuando todo declina.
—Los amores a los 65 o los 75 años se tildan de ridículos y patéticos, y no lo son. El mensaje primordial de la novela combate la idea de que el amor apasionado se da sólo a los 20 años. Es injusta. Más, en una sociedad en la que envejecemos, y con un cuerpo achacoso, seguimos amando la vida.
—¿Vive Manuel Vilas su madurez con más pasión que la juventud?
—Ahora sé que es posible. La novela quiere demostrar que se puede desear y vivir en la madurez. Que nadie debe renunciar a enamorarse de quien sea y con la edad que sea.
—La pandemia, ¿ha sido una oportunidad para el amor?
—Es una historia de amor en el confinamiento, pero podría darse en una guerra, una crisis económica, política... Nos dice que en una catástrofe la única manera de seguir vivo de verdad es sentir el amor en cualquier circunstancia. Lo vi como refugio ante la llegada del virus.
Es un mensaje sencillo, elemental e incluso tópico, pero que es necesario recordar.
—¿Su colofón es que el amor nos hace libres?
—Que en el amor también encontramos un territorio de libertad frente a cualquier tipo de alienación. Es otra idea central de la novela. El virus, además de atacar a nuestra salud, emponzoñó la vida política y social, cambió el aspecto de la democracia y el Estado actuó con consistencia.
Busqué un espacio de libertad, un resquicio dónde aquello no pudiera llegar. ¿Qué nos queda frente a eso? ¿Qué territorio de libertad es posible?, me pregunté. El único posible era el amor romántico, donde aparece la intimidad, el deseo, la pasión y donde no entra la vida sociopolítica.
Era un reino de libertad: dos seres amándose con pasión, contándose sus vidas. Fue una especie de salvación personal contra la tristeza, la angustia, la grisura y la agresividad política que vivíamos.
—¿Habla más de amor más carnal o romántico?
—De ambos. Invito al lector a que se humanice. A buscar juntos lo mejor de la vida. Si en otras novelas exploré la familia como una utopía de relaciones humanas, aquí exploro el amor como otra utopía, para que el lector se ilusione por vivir algo verdaderamente humano.
El amor romántico es importante, pero si la carnalidad y la sexualidad no se acompañan de idealismo, de una elevación, nos sentimos incompletos.
Otra obsesión del narrador es elevar el amor de la genitalidad a una región espiritual. Y recurre a Cervantes y a la idealización de Dulcinea que hizo Don Quijote. Él hace lo mismo y llama Altisidora a su amada Montserrat, quince años menor, para elevar la carnalidad dándole un aire de espiritualidad. El narrador sabe que la vida es muy dura y que aplasta y destroza las ilusiones, pero se vuelve muy quijotesco. Persevera, como Don Quijote, para mantener un mundo ideal frente a la agresiva realidad.
—¿Un deliberado homenaje a Cervantes?
—No es literario. Es vital. No es una pasión intelectual por El Quijote. Es una reclamación de esa invención maravillosa de la vida según Cervantes. Es muy español reivindicar a Don Quijote y olvidarnos de Cervantes, cuya visión de la vida reivindico y quiero para mí.
—¿Hay más ficción en ‘Los besos’ que en ‘Ordesa’ y ‘Alegría’?
—La cabeza de un escritor no discrimina entre ficción y autoficción. Da igual que haya vivido o no los hechos que narra. Con Alegría y Ordesa sí me ocurrieron, pero también son invención. Son lo mismo: la exploración que hace la literatura con distintas estrategias y el objetivo final de desvelar el misterio que es la vida. En esta novela soy Salvador y Montserrat, como Flaubert decía ser Madame Bovary, y Don Quijote sale de las entrañas de Cervantes. Para un escritor todo es autobiográfico.