Señor de la noche

El cronista de la cotidianeidad, ese señor del verso y de los sentimientos que es Juan Manuel Serrat, volvió anoche a León a reencontrarse con ese público incondicional que le es fiel hasta las últimas consecuencias, en un contexto muy diferente al de otras ocasiones. Encaramado sobre unos decibelios que en nada favorecieron al intimismo y mucho menos a la complicidad que su música y su verbo requieren, Serrat cantó en ese habitáculo de sonidos sin adulterar que debería ser el nuevo Auditorio, lleno a rebosar y señoreó la noche con la elegancia y la solemnidad de un juglar de la urbe que disecciona a golpe de verso los más mezquinos y nobles sentimientos humanos. Conocedor implacable de las pasiones, manejó como nadie los resortes del alma para verter en ella todo ese compendio de pasiones contrastadas y cantó sin rubor, al amor y a todos los mecanismos que lo merodean, desde los celos a la compasión, desde el azar al fracaso, desde la arrogancia a la dependencia, para hacer con ellos ese tejido entre real y onírico en el que no hay distancias sólo pasiones, en una suerte de laberinto del que forman parte la generosidad y los celos, los anhelos y las decepciones. A través de la memoria A través de nuestros oídos y nuestra memoria, como un torrente de contrastes, fueron pasando los últimos hallazgos en materia de sentimientos: esos Versos en la boca con los que el poeta de la seducción va arañando nuestros flancos más débiles como un orfebre el metal, con la palabra certera sobre canciones de siempre, testificando con la voz del desgarro, a este juglar de nuestras vidas, a ese notario de la melancolía. Todo el recital fue un guiño a la nostalgia y un homenaje implícito a ese colaborador impagable que es Ricardo Miralles con el que ha hecho sin fisuras su singladura artística El Nano. Más que un retorno, Versos en la boca parece una despedida. Todo en esas canciones tuvo un sabor crepuscular e intimista. Como si fuese tiempo de hacer inventario de aquellos temas que han rondado su obra y ahora se arriesga a dar su última palabra sobre ellos, a dar su última pincelada Ante un auditorio sobrecogido por una música que se ceñía a las palabras como óxido al metal fueron surgiendo aquellas melodías ya tan nuestras como la Bella del Metro, sublime canto a lo inasequible y a la cotidianeidad; Benito, que fue como un barreno directo a la conciencia; Cuando Estuve Loco, un recuento de las cicatrices que puede dejar el amor: «De cuando estuve loco, aún conservo/ un prontuario en las comisaría,/ un frasco de pastillas de colores,/la carta con la que te despedías/ y remedios varios contra el mal de amores» y Qué Sería de Mí, un interrogante a uno mismo o un sicoanálisis a la vacuidad. Luego vino el reencuentro con la memoria, la mirada de soslayo, la complicidad desnuda y así En la guerra como en los celos o Muñeca rusa, mecieron al oyente entre el cielo y el infierno antes de dejarle ahíto de sensaciones recostado entre el diván de la nostalgia y la iluminada poesía de Miguel Hernández, todo desgarro y dolor de amigo. Y para acabar la pirotecnia de la memoria: Hoy puede ser un gran día; ese himno a la luz, Mediterráneo, ese homenaje a Machado en Cantares y un último adiós hacia esa mujer que le ha acompañado y esperado en todas las estaciones, Penélope para concluir con Recuerdos de García Montero, todo un dechado de verdades extraídas de lo más recóndito de la memoria. Serrat pasó por León y arrebató una vez más con su verso a flor de piel a cuántos quisieron jugar con él al juego eterno de la complicidad y la nostalgia, a quienes prefirieron encontrarse consigo mismo en ese bazar de los recuerdos que «suelen contarte mentiras./ Se amoldan al viento,/ amañan las historias;/ por aquí se encogen,/ por allá se estiran,/ se tiñen de gloria,/ se bañan de lodo,/ se endulzan, se amargan/ a nuestro acomodo».