EL MISTERIO DE LAS ALCANCÍAS QUE ESCONDÍAN UN TESORO
Hay personas que nacen teniendo marcado un derrotero en la vida. Don Mariano Andrés González de Luna, nació para coadyuvar al cumplimiento de muchos destinos en la ciudad de León. Aquella época, a caballo de los siglos XIX y XX, cuando el comercio y las industrias florecían en León, fue gloriosa para don Mariano. Pero lo que nadie sabía es que era un empedernido lector de novelas de caballerías. Llevado de su fantasía, por tanta lectura de legendarios jinetes andantes, de fabulosos castillos y de tesoros ocultos, se creó un mundo imaginario, y su ilusión era vivir en uno de esos palacios de cuentos de hadas. Un día se quedó dormido y soñó que sería dueño de un tesoro fabuloso que le ayudaría a construir ese palacio. ¡Hermoso sueño! pensó al despertarse, y se echó a reír, sabiendo que poseía fortuna suficiente para realizar tal sueño
Y esta es la historia y la leyenda. Un día, en una casa situada en los soportales de la Plaza Mayor de León, ocurrió que…….
Era una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino altamente fría, tanto, que se oían aullar a los lobos en la lejanía. De repente, interrumpe el silencio que reina en la casa, el ruido de tres golpes dados a la puerta. «¿Quién va…?», grita el dueño. «¡Un pobre caminante que solicita descanso y cobijo», susurra una voz débil y quejumbrosa. «¡Adelante!, ¡Adelante!», dice el dueño. «En noches como esta, mi casa está siempre abierta a todo el que necesite calor y yantar». Y la puerta se abre, dejando paso a un hombre cubierto de nieve que, titiritando de frío, incluso bajo su gruesa capa de estameña, penetra rápidamente en el amplio portal. Sobre sus hombres, algo encorvados por el peso, llevaba una especie de alforja con dos alcancías de barro. El caminante debía tener unos cincuenta y cinco años, aunque aparentaba muchos más, sin duda por las fatigas de su vida errante. Su rostro estaba surcado por soles, lluvias y vientos. «Enseguida que descanse», dijo el hombre, «proseguiré mi camino, pues mi destino es ese, caminar, correr por los campos, vadear ríos, subir montañas».
A la mañana siguiente, antes de emprender su viaje, le pidió al dueño de la casa que le guardase las dos alcancías en un lugar seguro hasta su regreso. Bajaron al sótano, y en un hueco oculto bajo una trampilla que había en el suelo, las escondieron. El caminante le dijo al dueño «si en cinco años no vuelvo, lo que hay dentro de las alcancías será suyo». Pasaron los cinco años, y pasaron muchas veces cinco años. Los dueños de la casa murieron, y en el sótano quedaron olvidadas las dos alcancías.
La vieja casa de los soportales de la Plaza Mayor pasó a manos de la familia de don Mariano Andrés, donde instalaron su comercio de paños. Las dos alcancías de barro seguían allí escondidas. Hasta que un día, observaron que en el suelo había algo oculto. Alzaron la trampilla, casi tapada por el polvo de tantos años, y con estupor, descubrieron las alcancías, y dentro, cientos de monedas de oro: onzas, doblones, escudos. Enseguida corrió el rumor por toda la ciudad del hallazgo, y aunque con el tiempo se fue olvidando, la leyenda del tesoro de las monedas de oro, quedó en la imaginación de muchos.
El caso es, que don Mariano Andrés González de Luna, y su socio don Simón Fernández, afamados comerciantes y de próspera fortuna, habían comprado a los Duques de Uceda una parcela de terreno ajardinado, situada enfrente de la fachada del Palacio de los Guzmanes. Sobre la propiedad y sobre lo que se podía hacer en ella, venían manteniendo con el Ayuntamiento de León un largo pleito. Al fin el litigio se resolvió a su favor y así pudieron empezar las obras del edificio que había proyectado el arquitecto catalán Antonio Gaudí para comercio de tejidos y viviendas. ¡Todo un milagro! el poder contemplar hoy uno de los más bellos edificios de León, un edificio de esos de cuentos de hadas de los que hablan los libros de caballeros andantes, que tanto le gustaban leer a don Mariano Andrés González de Luna.
Esta es, más o menos, la historia y la leyenda. Pero se preguntarán, ¿A quién debemos esta suerte? ¿A la fortuna de la familia? ¿Al extraño viajero que dejó olvidadas las dos alcancías llenas de monedas de oro?
¡Ahí está el misterio!