UN EXTRAÑO HUÉSPED
Pedro Pedregal Valduerna, que así era el nombre de nuestro Quasimodo, pertenecía a una familia de campaneros y herreros desde siempre. De padres a hijos seguía la tradición, y se perdía en la oscura noche de los tiempos el origen de aquella familia originaria de los valles que riega el río Duerna, casi a la sombra del Teleno. Nadie sabía algo sobre el misterio de este clan de herreros y campaneros.
La familia habían ejercido estos oficios toda la vida, pero Pedro, por su deformidad física, sentía inclinación por la vida de campanero, estar en los altos de las torres, en la soledad, alejado de las miradas maliciosas y la burla de la gente. Pedro se encargó del campanario de una iglesia a la muerte de su padre, que dejó este mundo con la pena de que tal vez en su hijo iba a extinguirse aquel honrado oficio.
Desgraciadamente los temores del padre no estaban desprovistos de fundamento. El hijo era el ser más feo y raro que puede concebirse. Era su cara una de esas que asustan y dan lástima. La cejas peludas y ásperas, la frente deprimida, la boca grande, contraída siempre de modo que enseñaba un puñado de dientes negros montados unos sobre otros, las orejas grandes y caprichosamente plegadas, la nariz porruda, los ojos pequeños, guarnecidos de largas y gruesas pestañas a manera de pinchos protectores, giboso por delante y por detrás, raquítico de cuerpo, pequeño… ¡Un nuevo Quasimodo!
Nadie le vio reír nunca. Vivía en la torre de la iglesia, sin dejarse ver de las gentes. Un día le dijeron que tenía que abandonar la torre. Al recibir la noticia, Pedro Pedregal sintió como si le desgarrasen el corazón sin piedad, y pateo insensatamente, rugiendo como una fiera enjaulada, y se retorcía las manos desesperadamente, como si quisiera destrozárselas, y se oprimía la deprimida frente, como si quisiera arrancar los desesperantes pensamientos que le acosaban. De buena gana se habría tirado de cabeza a la plaza para estrellarse. ¿Para qué quería la vida? ¿Dónde podría ocultarse para ocultar su horrible fealdad?
Hizo la señal de la cruz y, dirigiéndose a la escalera de caracol de la torre, empezó a bajar pausadamente los carcomidos peldaños. Llegó al final de la escalera y, con mano temblorosa, sacó del bolsillo una llave y abrió la puerta del templo que se encontraba cerrada y…. salió huyendo desesperadamente, perdiéndose en la oscuridad de la noche. Nadie supo más de él. Faltaban pocos días para acabar el año 1893. El cura dijo que le vio salir corriendo como alma que lleva el diablo. Casualmente, como fatalidad, pocos meses después, un 11 de agosto de 1894, el fuego destruyó la torre del campanario de Santa María de La Bañeza.
Diez años después, un hombre momificado de aspecto grotesco fue hallado en el capitel del torreón Sur de la Casa Botines. Nadie se explica cómo pudo llegar allí y cómo pudo vivir encaramado entre las tarimas del cimborrio, como un oso. Por los restos de comida, se supuso que el hombre habitó en ese lugar durante largo tiempo. De la autopsia se desprendió que había muerto de una sed horrible.
Fue enterrado en aquel cementerio de la Carretera de Asturias, construido en el año 1804 por disposiciones del rey Carlos III, que prohibían los enterramientos en las iglesias. Sin embargo no fue utilizado hasta que lo ordenó el general francés Loisson, que comandaba las tropas que ocupaban León en el año 1809.
Ahí, en ese camposanto, hoy desaparecido —el terreno lo ocupó la Maternidad de León, convertida ahora en residencia de mayores Santa Luisa, de la Diputación Provincial—, fue enterrado el desconocido y deforme ser en una fosa común. El cadáver iba transportado en humildes angarillas y acompañado por miembros de la antigua cofradía de las Hermanas Fosoras del Santo Sepulcro, del siglo XVIII, creada para enterrar a los que morían en la más completa soledad, sin familia, sin nada, sin nadie. A veces, a su paso, rompía el silencio la voz de alguien: «¡Ave María Purísima!», y las mujeres de la hermandad contestaban con la cantinela: «¡Andad de día que la noche es mía!».
Desde el primer momento del hallazgo, la gente, enseguida, asoció aquel extraño ser con el campanero Pedro Pedregal Valduerna. El pobre hombre no pudo encontrar mejor refugio. Desde allí, desde esa atalaya, podía observar el campanario de la Torre del Gallo de San Isidoro, con ese color azulado que toma al atardecer. Allí, en esa atalaya de la Casa Botines, soportando la carga de su horrorosa fealdad, vivió como otro Quasimodo, aislado en su terrible soledad.