Diario de León

UN CÓDIGO NUCLEAR EN LA TINTORERÍA

¿El gatillo que determinará el fin de la civilización está en buenas manos? El protocolo atómico está sujeto a un severo control, lo cual no evita que haya tenido sonrojantes, y peligrosos, percances. Esta es la larga historia de las veces que el mundo ha estado ante el abismo nuclear

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Es más que una amenaza. «Todo Estados Unidos está al alcance de nuestras armas y tengo el botón nuclear permanentemente encima de la mesa». El líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, se despachaba así en su discurso de Año Nuevo de 2018 contra el presidente Donald Trump, que a su vez respondió en Twitter: «Yo también tengo un botón nuclear, pero es mucho más grande y poderoso que el suyo».

A la vista del nivel de aquellos mensajes y en un contexto como el actual derivado de la guerra de Ucrania, con el Kremlin haciendo referencias a su arsenal atómico y la posibilidad de utilizarlo llegada una confrontación directa con Occidente, es posible preguntarse si el gatillo que determinará el fin de la civilización está o ha estado alguna vez en buenas manos. Y, sobre todo, si resulta lo suficientemente seguro como para que el líder de alguna de las nueve potencias nucleares —EE UU, Rusia, China, Francia, Reino Unido, India, Corea del Norte, Israel y Pakistán— no pueda activar por locura, error o simple ira las 12.700 cabezas desplegadas en el planeta.

La historia dice que en demasiadas ocasiones el famoso botón ha estado sometido a tensiones extremas. Richard Nixon, inquilino del Despacho Oval entre 1969 y 1974, es probablemente el líder estadounidense que más cerca estuvo de desencadenar una conflagración nuclear. De hecho, se la planteó en cinco ocasiones: primero contra Corea del Norte, luego en Vietnam, el enfrentamiento entre la URSS y China de 1969, la guerra indo-pakistaní de 1971 y el conflicto arabe-israelí de 1973. En un mandato caótico, cercado por el Watergate, paranoico por el consumo de alcohol y somníferos y convencido de la existencia de conspiraciones en su contra, Nixon incluso llevó el pulso a límites increíbles hoy en día al hacer volar aviones cargados de bombas nucleares cerca de la frontera soviética para mostrar su firme determinación al Kremlin.

En 1973, meses antes de dimitir, le confió al senador Alan Cranston: «Puedo descolgar el teléfono de mi oficina y en 25 minutos millones de personas estarán muertas». No pasó mucho tiempo hasta que la Casa Blanca y el Pentágono le incapacitaron a sus espaldas para el uso del famoso botón con un bloqueo tecnológico. Nunca se enteró. Sin embargo, ahí quedó sembrado el poso sobre si es realmente responsable dejar que una persona tenga tanto poder destructor en sus manos.

El debate llega hasta la actualidad. El Senado estadounidense reaviva cada cierto tiempo la discusión sobre la conveniencia de limitar la autoridad presidencial en este terreno aunque es cierto que la seguridad ha evolucionado y el albedrío ya se encuentra ‘per se’ controlado. Ante una hipotética orden de disparo de Joe Biden, por ejemplo, hay una jerarquía de políticos y jefes militares involucrados, además de una serie de etapas técnicas que superar, si bien es cierto que siempre existe el factor de la fragilidad humana, el riesgo de errar y la supeditación natural al mando supremo.

Lo mismo sucede en el caso ruso. Se presupone que las órdenes del máximo mandatario son irrefutables, pero hay margen para que el Estado Mayor las invalidase en una situación tan extrema. Algo así sucedió con Donald Trump en el lapso entre el 3 de noviembre de 2020 yel 20 de enero de 2021. Es decir, entre su derrota electoral y el traspaso de poderes a Joe Biden. Dada su creciente cólera, que desbordó el 6 de enero con el asalto al Capitolio por una horda de extremistas enardecidos por sus soflamas incendiarias, muchos pensaron en lo arriesgado de que el magnate dispusiera aún del protocolo nuclear. Por fortuna, como señala el antiguo asesor militar de Barack Obama, Robert Keheler, la cúpula del Pentágono puede incumplir las «órdenes presidenciales ilegales». El jefe del Estado Mayor admitió ante el Congreso que nunca hubiera dejado a Trump poner en marcha el sistema. De hecho, éste solo tuvo en el Despacho Oval un botón rojo: el que utilizaba para que su asistente le llevará una Coca-Cola. Fue tanto el cabreo del líder republicano por la derrota electoral que decidió llevarse el maletín atómico a su retiro de Florida y no lo devolvió para la ceremonia de toma de posesión de su sucesor.

La norma prevé que, mientras el presidente jura el cargo, el custodio del sistema nuclear se lo traspase al siguiente agente especial encargado de portarlo en un acto discreto a pocos metros del estrado. La Casa Blanca debió recurrir a un maletín de repuesto tras desactivar el de Trump.

En realidad, el botón nuclear no existe. Es un término alimentado por la Guerra Fría y el cine. El analista político William Safire explica en uno de sus libros que la primera vez que se habló del pulsador fue en un debate entre el presidente Lyndon B. Johnson y su rival político, Barry M. Goldwater, en 1964. Resumía una idea: que el Gobierno podía reaccionar de modo inmediato y letal en un enfrentamiento con otra potencia. El concepto gustó mucho. A Kennedy le llamaron el guardián de la ‘palanca atómica’ durante la crisis de los misiles en Cuba y Nixon desarrolló en sus noches de insomnio y alcohol la denominada ‘teoría del loco’: hacer creer al Kremlin y a los vietnamitas que él solo, si le soliviantaban los ánimos, era capaz en pleno arrebato de activar las bombas.

Esa maleta que los ciudadanos pueden ver amarrada a la muñeca de un funcionario que le sigue los pasos al presidente a tres metros de distancia no contiene un botón. El portafolios estadounidense pesa 20 kilos, se le conoce como ‘football’ y reúne un equipo de comunicaciones y dos libros con una guía de refugios seguros, estrategias de ataque e incluso un pronóstico del número de muertos y daños materiales que ocasionaría cada lanzamiento. Biden lleva consigo la ‘galleta’, un pequeño disco con su código de autentificación para garantizar que ningún intruso da la orden letal.

En el caso ruso, el maletín guarda un sistema de comunicación exclusivo, el Cheget, que comunica a Putin con el resto de mandos de la cadena. El ministro de Defensa, Serguéi Shoigu, y el jefe del Estado Mayor, Valery Guerasimov, portan dos maletines iguales. Putin ha demostrado en público su adiestramiento en el manejo del terminal atómico, afortunadamente en broma. Boris Yeltsin también solía exhibir el portafolios como muestra de su poder. Al único jefe del Kremlin al que se le retiró fue a Mijail Gorbachov durante el intento de golpe de Estado de agosto de 1991. Le sorprendió en su dacha de Crimea y el servicio secreto ordenó llevarse e inutilizar el protocolo nuclear para que no cayera en malas manos.

Los códigos de autentificación han creado no pocos quebraderos de cabeza a los servicios de seguridad. Bill Clinton perdió su cartera con su tarjeta PIN (nunca se ha desvelado cómo) y permaneció meses sin ser encontrada. En Francia, la clave se transmite de un presidente a su sucesor. François Miterrand la recibió de Valery Giscard d’Estaing en 1981 y se la guardó en un bolsillo del traje, pero se olvidó de recuperarla antes de que la ropa fuera enviada a la tintorería. A Jimmy Carter le sucedió lo mismo.

A tenor de incidentes tan pedestres, el botón rojo está lejos del imaginario creado por el cine. Aunque siempre quedará Reino Unido, la cuna de James Bond, para remediarlo. El primer ministro dirige al inicio de su mandato cuatro cartas a otros tantos comandantes de submarinos nucleares con instrucciones en caso de que el país reciba un ataque. Las misivas quedan bajo llave en los sumergibles y solo pueden abrirse si cae el Gobierno.

La humanidad ha estado varias veces al borde del holocausto nuclear. El 27 de octubre de 1962, una fragata norteamericana descubrió un submarino ruso cerca de Cuba. Creyendo que buscaba romper el bloqueo a la isla, arrojó varias cargas de profundidad. El capitán del sumergible, incapaz de comunicarse con Moscú debido a una avería, pensó que la guerra mundial había comenzado y decidió disparar un torpedo nuclear. La negativa de uno de los tres mandos que debían asumir esta orden, el oficial Vasili Alexandrovich Arkhipov, evitó el desastre.

Veintiíun años más tarde, la pericia de un teniente, Stanislav Petrov, impidió que el Kremlin respondiera a la aparición de cinco destellos en su radar de alerta que aparentaban un lanzamiento de cabezas atómicas desde EE UU. Petrov no quiso transmitir la orden de contraataque hasta confirmar si alguno de los supuestos misiles explotaba. No pasó nada. La dilación evidenció un fallo técnico por una sorprendente interacción del sol y el reflejo lunar con los satélites. Se llamó el incidente del equinoccio de otoño y todavía hoy asusta.

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