IGNACIO DOÑORO
«Mis niños son los últimos de la Tierra pero tienen amor y se salvan»
Ignacio Doñoro contó cómo se convirtió en el padre Ignacio y dio un vuelco a su vida al pasar de ser capellán castrense a rescatar niños víctimas del tráfico de órganos en El Salvador en 2002. Ante los más de 700 jóvenes que asistieron al segundo congreso Lo que de verdad importa confesó que siguió el consejo que le dio la ministra de Defensa, Carme Chacón: «Persigue tus sueños» cuando estaba en el cuartel de Intxaurrondo. A raíz de una recogida de donativos en este cuartel, visitó el país centroamericano y vio que morían de hambre 30, 40 o 50 niños al día. No pudo zafarse de esa realidad, «el infierno en la tierra», cuando se fijó en un niño. Doñoro contó cómo rompió el tabú que había con el tráfico de órganos y consiguió que una monja enferma de cáncer le acompañara en la búsqueda de Manuel. Cuando llegaron al destino «estaba aterrado de miedo, me temblaban las piernas», pero tuvo fuerzas para preguntar cuánto habían pagado por aquel niño. «Balbucieron algo que me pareció 25.000, pero la hermana Rosa me aclaró que me pedían 25 dólares. Es lo que costaba la vida de un ser humano». Pagó 26 dólares convencido de que «quien salva a un niño, salva a la humanidad». Hoy Manuel tiene 40 años y está casado en su país. Tiene vida gracias al padre Ignacio. Desde entonces cose las heridas de la infancia más vulnerable, salvando vidas y aupando sueños, luego en Colombia, Tánger, Mozambique y ahora en el Hogar Nazaret en Perú, donde atiende a 310 menores. «Soy papá soltero», dijo en tono jocoso al relatar las torturas que sufrió: «Una mañana me desperté amenazado por tres pistolas, habían puesto precio a mi cabeza; me arrancaron los tendones, me sacaron las vértebras....soy de Bilbao», volvió a bromear. La mejor cara de su historia la pusieron los rostros infantiles del Hogar Nazaret: «Mis niños son los últimos de la Tierra pero tienen amor y se salvan», concluyó al hacer hincapié en la gesta que hacen en particular las niñas, víctimas del machismo más cruel.
La vida del futbolista Julio Alberto Moreno ha sido una montaña rusa de la que salió despedido en varias ocasiones. Milagrosamente, sobrevivió y, como dijo ayer a los jóvenes del segundo congreso ‘Lo que de Verdad Importa’, «he aprendido a vivir con poco, entre la naturaleza y los perro. De niño no le gustaba el fútbol, ni tenía quien le llevara a hacer deporte. Aprendió a esconderse en el armario, mientras su hermano lo hacía debajo de la cama, cuando sus padres se peleaban, hasta que les retiraron la tutela y fue a parar al orfanato de la Minería de Asturias, su tierra natal, con tan solo seis años. Fueron siete años sin contacto con la familia, sin sentir que le quisiera nadie y abusado sexualmente en un campamento. «Tuve que vivir con eso hará que tenía 40 años, no se lo podía contar a nadie. Lo peor es que viví con ese sentimiento de culpa toda mi juventud». Julio Alberto relató cómo consiguió reunirse con su madre tras robarle 900 pesetas a su padre en uno de los restaurantes que poseía en Candás y decidió tirar de una familia que vivía en una pensión gracias a la caridad. Primero se hizo paseador de perros, luego botones de un banco y, tras presentarse a unas pruebas, empezó su carrera de futbolista con 17 años en el juvenil del Atlético Madrid aunque a los pocos meses Luis Aragonés se fijó en él y pasó al «equipo grande». Fueron años de gloria. Máximo goleador de la liga de Castilla, fichó por el Barça, ganó tres copas del Rey, una supercopa, dos copas de la Liga, la Recopa, el Mundial 86... Hasta que la cocaína se apoderó de su destino. Sfrió dos sobredosis y una parada cardiaca, intentó suicidarse.... «Si no me pega el coche intentaré salir adelante», se dijo en un momento de desesperación cruzando la calle con el semáforo rojo. Tras pasar por Proyecto Hombre, entró en el proyecto social del Barça y ahora tiene una fundación con la que rescata a menores de la calle. «Con dinero puedes comprar una casa, pero no un hogar; ni un amigo, ni el amor», dijo a los jóvenes como consejo final.
Adriana Macías nació sin brazos. Es escritora y da conferencias. Asegura que se siente «contenta, conmovida y agradecida» y tras poner a bailar al público asistente al acto, defendió el poder de la pausa. «Una mente ocupada no tiene tiempo de pensar». Su testimonio conmovió a la juventud presente en el acto. Recordó su infancia y su deseo de ser «sirvienta», lo que repetía a su familia constantemente. «Hoy estoy agradecida porque me dedico a servir, ser útil». Lo ha conseguido con conferencias motivadoras en las que utiliza los pies para dar mayor expresividad a sus relatos. Con ellos realiza todas las actividades de su vida y con ellos retó a dos estudiantes que se encontraban entre el público a recortar en una cartulina el «corazón perfecto», que, según su relato, debe tener «creatividad, seguridad y usar las herramientas adecuadas. Nos sobran prejuicios, inseguridades y resentimientos. La creatividad es caso como un brazo derecho».
Decidió ser madre soltera. «Estaba superenamorada del papá de mi hija, pero tenía una deuda pendiente porque diez dedos no pueden endeudarte para toda la vida». «Es muy difícil ser una mujer sin brazos y también es muy difícil con brazos. Todo es muy difícil y no podemos elegir las dificultades, pero sí la actitud con la que las enfrentas».
El paso definitivo para «saldar esa deuda pendiente» la dio al cortarse las mangas de la ropa que usa. «Yo salía siempre con mangas largas y hace un año me despedí de ellas cortando las mangas de mi vestido de encaje favorito. Así es como le di la bienvenida a esta mujer sin brazos». Destacó que en el «escenario de la vida el juez más duro eres tú mismo» y animó a la juventud allí presente a «alejar tu atención de todo aquello que no quieres ver en la vida» para centrar el foco con conseguir sus objetivos sin importar lo que opinen los demás».