Sabina Urraca
Odio cuando alguien dice: «Ay, tengo que leer, no leo casi nada», como pillado en falta, como avergonzado, como arrodillado frente a un dios lector despiadado, como señalando con apuro un hueco sin encalar oculto detrás de un jarrón y tapándolo de nuevo enseguida. No hace falta leer. Ninguna falta. Nos hemos empeñado en alicatar con baldosín bien brillante esa idea de la persona virtuosa con un libro en la mano, del ser en armonía devorando una novela (brrrakjjjjj, vomito, no puede ser más repugnante esa expresión). Es mentira. No. No hay que leer. Lo que sí hay que hacer es intentar ser buenas personas, esforzarse, detenerse un momento y pensar cómo se está actuando y por qué. Esa es la lucha. Eso sí. ¿Pero leer? Leer, no. Sería injusto para el inmenso placer que puede ser leer que alguien se obligase a sí mismo a leer. Leer no merece ese sudor. Leer sólo merece placer. Leer es algo que brota o no brota. No se puede hundir la mano en la tierra y estirar de la raíz, porque eso lo mata todo.