Del mito Elvis al hombre Presley
domenico chiappe
Elvis era un chico ambicioso con ganas de triunfar en el mundo de la música, cuando el talento se dirimía en escenarios sin artificios con la guitarra al hombro. Por ciudades y pueblos de la Norteamérica de los cincuenta, un país donde la segregación racial imperaba en casi todos sus caminos, se involucró en un estilo de vida que se fraguaba con banda sonora: el rock and roll (aunque le llamaran ‘hillbilly’ por poco tiempo). El paso de cantante de «éxitos de tocadiscos» a la gran figura en la que se convirtió en pocos años se cuenta con detalles, y por boca de cientos de testigos directos, en la biografía de Peter Guralnick, y que se edita en España en dos volúmenes (Último tren a Memphis: la construcción del mito y Amores que matan: la destrucción del hombre, editados por Libros del Kultrum).
Esa transformación podría fecharse, según reúne el autor: una noche de mayo de 1953, en un festival ante 14.000 personas. Elvis no era la estrella, apenas salía su nombre en el cartel, pero «sorprendió la ferocidad de su actuación y la reacción que provocó», escribe Guralnick, que luego cita una testigo: «Sale ese chico que había visto en las revistas de música y fue un desmadre. El lenguaje corporal... no recuerdo exactamente qué cantó pero eructó varias veces en el micrófono y el remate fue cuando se sacó el chicle y lo tiró al público».
Desde entonces el fenómeno sólo creció. Firmó con una gran discográfica, grabó temas como Ámame tiernamente o el Rock de la cárcel y protagonizó películas. Aunque para la generación Z sea un nombre más del baúl de los recuerdos ajenos, el biopic Elvis, de HBO, que tuvo tres nominaciones al Oscar —sin ganar—, y las cientos de páginas de este libro tal vez revivan a este hombre que taladró corazones e hizo una fortuna. También se abandonó a las drogas (codeína, seconal, valmid, demerol, entre los depresivos con receta), engordó y se vistió de estrella de Las Vegas. Este aficionado a los gags de Monty Python nunca perdió el tupé pero sí comenzó a aburrir en galas que eran clasificadas por los críticos de «mediocres».