CAJAL Y LAS MARIPOSAS DEL ALMA
Se reveló contra su tiempo y, con escasos medios, llegó a liderar una verdadera revolución científica en el estudio de la enrevesada urdimbre que constituye la estructura del sistema nervioso, profundizando, con su investigación, hasta las mismas entrañas de la materia con la que sentimos y pensamos. A Cajal, el padre de la neurociencia, le rinde homenaje hasta este 18 de mayo la ULE en un ciclo de conferencias, el sabio que se adentró en las ‘mariposas del alma’
En un tiempo en el que España padecía una decadencia científica y nuestra contribución a la ciencia universal era muy precaria, Miguel de Unamuno, refiriéndose a los países más avanzados, llegó a sentenciar: «Que inventen ellos para aprovecharnos nosotros de su invención». Sin embargo, otros intelectuales como Menéndez Pelayo, reivindicaban una regeneración para ese campo desdeñado. En medio de aquel marasmo investigador, afloró la egregia figura de Santiago Ramón y Cajal, en frase de Severo Ochoa: «Como un milagro dentro del páramo científico en el que vivíamos».
Ochoa recordaba que desde Felipe II, habíamos estado más interesados en asuntos de allá arriba y habíamos mirado más hacia el cielo que a la tierra, sobresaliendo por nuestras contribuciones al arte y a la literatura. El propio Cajal reconoció que le tocó luchar con el prejuicio universal de nuestra incultura y de nuestra radical indiferencia hacia los grandes problemas biológicos. Eran tiempos en los que se admitía que España produjera algún artista genial pero no que surgiera un verdadero hombre de ciencia. En sus memorias comenta: «Por entonces se pensaba que las conquistas científicas no eran fruto del trabajo metódico, sino dones del cielo, gracias generosamente otorgadas por la Providencia a unos cuantos privilegiados».
Cajal se reveló contra la inercia reinante y su coraje intelectual, según apunta Fernández Santarén, «le llevó a transitar en sentido contrario a lo que la lógica de la época debía haberle conducido». Con escasos medios llegó a liderar una verdadera revolución científica en el estudio de la enrevesada urdimbre que constituye la estructura del sistema nervioso, profundizando, con su investigación, hasta las mismas entrañas de la materia con la que sentimos y pensamos, cuestión que, por entonces, se antojaba inescrutable.
Desde la antigüedad, la morfología y estructura del sistema nervioso fue uno de los mayores misterios y pasó por diversas interpretaciones a lo largo de la historia. Platón (380 a. C.) fue el primero en intuir que el alma racional estaba en el cerebro, por ser el órgano más elevado del cuerpo humano y, por ende, más cerca del cielo. Posteriormente Galeno (siglo II) pensó que el encéfalo, médula espinal y nervios, formaban un continuo morfológico para poder actuar como instrumento adecuado para las dos funciones cardinales de la «potencia animal»: la sensibilidad y el movimiento voluntario y de esa potencia al «acto», la potencia animal del alma.
Durante los siglos XVI y XVII se consideró que el sistema nervioso estaba constituido por fibras o filamentos, como defendía René Descartes (1596-1650). A principios del S XIX, Marie-Francois-Xaviert Bichat establece que los tejidos son los componentes del cuerpo animal y más tarde con el perfeccionamiento del microscopio entre los años 1,830 y 1840, Theodor Schwann (1810-1882) reconoció a las células como elementos constitutivos de todo cuerpo viviente, animal o vegetal. Así surgieron la citología y la histología como disciplinas morfológicas, las que permitieron examinar todos los tipos celulares de los diferentes órganos humanos.
Por el contrario, las células del sistema nervioso se mostraban esquivas, permaneciendo como un desafío para la ciencia hasta finales del siglo XIX. Para identificar la enigmática célula del pensamiento, según Cajal, «faltaba el arma poderosa con que descuajar la selva impenetrable de la sustancia gris». No se conocían todavía «los agentes tintóreos capaces de teñir selectivamente las expansiones de las células nerviosas y que consiguieran perseguirlas con alguna seguridad, a través de esa formidable maraña» a la que Letamendi nombró como «constelación de incógnitas«y para Charles Scherrington era un «telar embrujado». La ausencia de métodos de tinción específicos con suficiente acción impregnadora dio lugar a la «teoría reticular», por la cual el tejido nervioso estaba formado por una red continua e indescifrable de células y fibras, hipótesis defendidas por Joseph von Gerlach (1820-1896) y Camilo Golgi. (1843-1926).
Cajal, convencido de que «las conquistas científicas son creaciones de la voluntad y ofrendas de la pasión», cual Quijote con microscopio en ristre, acometió la aventura de penetrar intrépidamente en esa «densa e inextricable selva carente de vacíos en la que, troncos, ramas y hojas se tocan por todas partes y donde tantos exploradores se habían perdido». Su febril tenacidad le hizo salir victorioso de aquella empresa. Para abrirse camino en esa ‘terra ignota’ nuestro sabio recurrió a dos procedimientos aparentemente sencillos y a la vez geniales: el primero fue conseguir perfeccionar el método de tinción con sales de plata utilizado por Golgi, mediante una doble impregnación cromo argéntica, con la que pudo descifrar la estructura microscópica del sistema nervioso y desenmarañar por fin el enigma de la individualidad de la célula nerviosa, que Wilhelm von Waldeyer bautizó como «neurona». Cajal, además, estableció las leyes que rigen su morfología y conexiones en la sustancia gris.
La segunda estrategia fue utilizar un método embriológico u ontogénico: puesto que la selva adulta resulta impenetrable e indefinible, recurrió al estudio del bosque joven, como si dijéramos en estado de vivero. Con esa idea utilizó para su estudio embriones de aves y de mamíferos en los que observó con admirable claridad y precisión, el plan fundamental de la composición histológica de la sustancia gris, su gradual intrincamiento y extensión.
Nuestro genio no se limitó a describir la estructura microscópica de las neuronas, sino también su fisiología estableciendo el «principio de polarización dinámica», por el cual el impulso nervioso transita desde el aparato receptor (cuerpo celular y sus expansiones arboriformes denominadas dendritas), hacia el órgano emisor representado por su prolongación filamentosa cilindro axil (axón). Según la ‘doctrina neuronal’ de Cajal, la conexión entre las neuronas no es por continuidad, según defendía la teoría reticular, sino por contacto o contigüidad mediante un espacio interneural que Charles Scherrington denominó ‘sinápsis’, confirmada posteriormente con la invención del microscopio electrónico como ‘hendidura sináptica’.
Lo prodigioso de las contribuciones de Cajal no solo radican en la fiel descripción morfológica que hizo de la estructura del sistema nervioso, ilustrada con magníficos dibujos, sino también en la visionaria interpretación funcional que dio a sus descubrimientos, confirmados posteriormente por la neurofisiología y la neurobiología. Cajal intuyó que los impulsos nerviosos pasarían a través de las sinapsis mediante una excitación química o eléctrica. Tres décadas después se confirmaron ambas clases de transmisión nerviosa mediante neurotransmisores y canales iónicos.
Su investigación en embriones le permitió establecer la ‘teoría neurotrópica’ por la cual el crecimiento de las fibras (axones) estaría inducido por sustancias químicas específicas, las que también entrarían en acción cuando un nervio lesionado intenta regenerarse. Cinco décadas más tarde se descubrió que la imaginada sustancia inductora de la neurogénesis era el factor de crecimiento nervioso, hallazgo por el que Rita Levi-Montalcini recibió el premio Nóbel de Fisiología o Medicina en 1986.
García Albea ha enfatizado que la importancia de Cajal «se multiplicó con la creación de una escuela eminente cuyos frutos generarían semillas nuevas, garantizando la continuidad de su trabajo». Sus discípulos más destacados fueron Pedro Ramón y Cajal, su hermano menor, Pío del Río Hortega, Jorge Francisco Tello Muñoz, Fernando de Castro Rodríguez, Rafael Lorente de No y Nicolás Achucarro y Lund. Todos ellos hicieron notables contribuciones a la neurociencia.
Cajal convirtió al instituto que lleva su nombre en el centro histológico más importante del mundo, en frase de Sánchez Ron, «la mayor gloria de la ciencia española». Allí acudieron a formarse científicos de diferentes países de Europa y de América.
Sus obras tituladas ‘La Textura del Sistema Nervioso del Hombre y los Vertebrados’ y ‘La Degeneración y Regeneración del Sistema Nervioso’ son el «génesis bíblico de la neurociencia», cuyos contenidos aún siguen vigentes. Su monumental proeza, comparable a la Darwin, Newton, Pasteur o Einstein, fue merecedora de diversas distinciones y condecoraciones en varias universidades de Europa y América que culminaron en 1906 con la concesión del premio Nóbel de Medicina o Fisiología compartido con Camilo Golgi.
Cajal, consagró su existencia al estudio del sistema nervioso con un fervor apasionado que describió de ésta manera: «La historia de mis méritos ha sido la historia de una voluntad indomable resuelta a triunfar a toda costa». Y, como si hubiese sido por mandato patrio, logró redimirnos de rémoras arcaicas y tuvo el orgullo de convertir en falacia «la pretendida incapacidad de los españoles para todo lo que no sea producto de la fantasía o de la creación artística, quedando reducida a tópico ramplón». Así pues, como bien nos recuerda Pedro Laín Entralgo: «La deuda que tenemos con Santiago Ramón y Cajal es literalmente impagable».
* José Cosamalón es neurocirujano e investigador colaborador del Instituto de Biomedicina de la ULE