¿Puede el diseño de las ciudades hacernos felices?
Más árboles, espacios peatonales y menos soledad para sus habitantes
«¿En qué ciudad estás?», pregunta al otro lado de la videollamada Charles Montgomery. Con otro entrevistado, la pregunta podría resultar extraña, pero hablando con Montgomery no lo es tanto. Al fin y al cabo, de lo que venimos a hablar es, justamente, de ciudades y de cómo su diseño puede —o no— hacernos más felices. Montgomery le ha dedicado un libro, Ciudad feliz , que acaba de aparecer en castellano en Capitán Swing.
El qué nos hace feliz y el qué no en nuestras ciudades lleva a análisis. Los años de la pandemia y especialmente el período de confinamiento y desescalada, cuando descubrimos gracias a ese kilómetro posible de recorrido diario las limitaciones verdes de nuestros barrios, evidenciaron qué necesitábamos. Era una ciudad más amigable, una que nos hiciese sentir mejor, con más árboles y más luz en nuestras casas.
Esos meses —y las vivencias del teletrabajo— hicieron además más evidente el lastre que suponía para algunas personas el tiempo que se perdía en los desplazamientos por la urbe. Un estudio de 2004 que recoge en su libro Montgomery midió la actividad cerebral durante los trayectos al trabajo de un grupo de voluntarios: en hora punta, el estrés causado por el tráfico es mayor que el que sienten los policías antidisturbios antes de enfrentarse a una manifestación. En las megalópolis, la media es pasarse más de una hora en cada uno de esos trayectos, que se sienten eternos. Los expertos en urbanismo y en otras muchas materias llevan hablando de ello desde hace décadas, incluso siglos. De hecho, ideas tan antiguas como las ciudades modelo fabriles o las ciudades-jardín del siglo XIX abordaban de una manera o de otra estas cuestiones.
Incluso, en la esencia de las ciudades modernas actuales, esas urbes fallidas para la felicidad, aparecen reflexiones sobre qué hará mejor nuestra vida. Esas ciudades del siglo XX —ya sea por el modelo capitalista de la ciudad dispersa estadounidense o por el más de izquierdas del legado de Le Corbusier- creían que separar vida personal y laboral ayudaría a mejorar la calidad de vida. La propuesta fue la que se convirtió en el modelo —o los modelos— dominantes y fragmentó nuestro día a día en compartimentos: el barrio para dormir, el de trabajar, el de hacer las compras.
De entrada, quizás no habría que olvidar qué es una ciudad. Como recuerda el experto, «el propósito de una ciudad es unir a la gente».
Pero frente a la idea, está la lista pragmática de qué hacer para cambiar el diseño. «Necesitamos priorizar a las personas sobre los coches. Esa es la primera regla de las ciudades felices», señala Montgomery. «Puedes construir una ciudad que funciona para las personas o para los coches, pero no puedes hacerlo para los dos al mismo tiempo», asegura. Los ejemplos de éxito que muestra en su libro lo lograron convirtiendo al transporte público en eficiente y deseable, abriendo las calles a las bicicletas o peatonalizando. Sumar zonas verdes y edificios de servicios públicos son elementos clave.
También, recuerda el especialista, hay que «redescubrir la complejidad». Esto es, hay que comprender que «una ciudad feliz es una ciudad diversa en usos y personas», indica. En resumidas cuentas, la antítesis de eso de irte a dormir a tu barrio y hacer 50 minutos en Cercanías para ir a trabajar a la mañana siguiente.
Esto supone abrazar que los espacios sean compartidos y cercanos geográficamente a las personas. Montgomery marca incluso un objetivo en minutos: lo recomendable sería tener todo accesible a 8 minutos andando de casa. La parada del transporte público, las tiendas, el supermercado. «Nadie camina cargando peso más de 8 minutos», explica.
Además, es crucial que la gente salga de casa. No es solo que puedas comprar o tomarte un café en tu barrio, también lo es que interactúes con los demás. No por nada la gran epidemia del siglo XXI es, se dice, la de la soledad.
Y tiene que ser accesible para todos sus habitantes. Más jardines y más salud.