SELVA Y FUGA DE BASANKUSU
Pérez-Reverte lo llamó en su libro, ‘Territorio comanche’. Ése es el lugar y momento en el que sabes que debes largarte y no ir más allá. Estás en peligro. Esta es la historia de una matanza de primates bonobos junto al río Lilonga, de zumbido de balas en tu hotel y la fuga nocturna en canoa de Basankusu, en el Congo norte selvático
Estoy en la cama de un hotel de Basankusu, en un perdido pueblo con puerta directa fluvial a una selva norte del Congo, la de Lomako. Son las dos y media de la madrugada, hace un calor pegajoso. Mosquitos y chinches muerden libres en la oscuridad y —a lo lejos, tras los muros y ventanas— suenan melodías intempestivas de machacones tambores de guerra. No hay quien pegue ojo. Huele a agobio e incertidumbre.
El día anterior recibimos por Whatsapp la noticia de que Chrispin —el mecánico de la canoa que nos llevó de Kisangani a Lisala— había sido robado y masacrado a palos en una emboscada mortal de embudo cuando remontaba el río Congo, a mitad de navegación ya de vuelta a su casa. Los otros tres marineros lograban salvarse de la quema, después de días huidos y escondidos por la selva.
En esa jornada de noticia brutal, una manifestación de críos adolescentes pasa por delante del hotel de Basankusu. Gritan y van en masa a quemar la aledaña sede de la fundación que intenta devolver los primates bonobos (los monos hippies con 98% de ADN humano) a su vida salvaje.
La situación en la región se ha enrarecido. Lo que circula es que las cosas no van bien y la población local se queja del incumplimiento del pacto de dinero y servicios. Por eso, ahora han decidido llevar a cabo más de una matanza de bonobos libres. Pura venganza de miseria.
No es fácil contrastar los detalles informativos de esta barbarie en medio del caos, pero sí logro confirmar la muerte a machetazos de los animales echando mano del testimonio directo que tengo en el hotel —de Tagar Bofola—, el ránger y subdirector de la Reserva de Fauna de Lomako.
Cuenta que allí, a su selva, no ha llegado la criba mortal; pero sí afirma que la muerte de animales es un hecho en la ribera baja de los ríos Lopori y Lugonga, afluentes del gran Congo que habíamos surcado días antes. Cuando descendíamos por el Lopori todos escuchamos disparos cercanos en la selva.
Tagar Bofola, que porta fusil ruso AK-47, era la persona que tenía que llevarnos río arriba, por un cauce más estrecho, al corazón de la selva profunda de Lomako. Pero la primera ráfaga de 7 tiros entorno a nuestro hotel, más otras dos posteriores (con una más amenazante y peligrosa a las cuatro de la tarde, pasado la balas zumbando cerca de nuestras cabezas), obliga a cambiar de planes. Estamos en medio del fregado, en el revertiano Territorio comanche. Los disparos son de fuerzas militares y policiales, que tratan de replegar a los manifestantes con tiros al aire.
El hotel se convierte en un lugar de ojos que observan desde extramuros, con punto de mira a un grupo de forasteros blancos. Por momentos aumenta la zozobra, la inquietud y el miedo a lo desconocido. Cualquier rumor atemoriza y aprieta las arterias. En el hotel duerme una política nacional, que luego veríamos en la capital Kinshasa, pero no nos fiamos de nada ni de nadie. Están en elecciones y ni tan siquiera nos saludó. Raro.
Austerio Alonso, el guía de Kumakonda consulta al grupo. Visto, oído y olido el peligro, el grupo ya no va a la selva de Lomako. En reunión de emergencia se decide emprender —a las tres de la madrugada— «la fuga de Basankusu».
Y así fue. No hay dios quién pare en la cama. A esas 02.30 de la madrugada suenan las alarmas despertadoras de los móviles. En secreto y amparados en la oscuridad de una noche sin luna, los nuevos marineros contratados llevan los dos motores y los montan en la canoa, en la orilla izquierda del río Lulonga.
Los tambores de un gueto lejano de chozas no dejan de retumbar. Salimos del hotel con la mochila de mano al hombro. Caminamos en un silencio sepulcral. La respiración y el crujir de las zapatillas en el polvoriento suelo ponen la letra al sonido de los bongos lejanos.
En seis minutos eternos atravesamos la tenebrosa calle central de Basankusu. Vamos protegidos con fusiles y vemos más policía armada al entrar en la custodiada sede de la fundación de los bonobos.
Empieza a amanecer y arrancamos motores fueraborda, río abajo. Pero, a medio kilometro, el motor principal «se gripa», cascó del todo y quedamos tirados en el río. El pequeño repuesto de acompañamiento apenas es capaz de empujarnos de nuevo río Lulonga arriba. Otra vez al puerto de Basankusu. Y así, con la moral más minada, permanecemos allí, atrincherados en la canoa, rodeados de militares con fusiles cargados de fabricación rusa.
Se hizo de día, sale el sol y los lugareños nos miran con asombro. ¡Tanta fuga nocturna en secreto y estuvimos allí hasta que —según contaron—, desde la Fundación Lola Ya Bonobo nos ceden un motor de 75 caballos pintados en la carcasa. Alguien del grupo sentado en la canoa (Jesús, el navarro de Tudela) logró que todos echáramos una risotada nerviosa, porque bautizó la Fuga de Basankusu como la Fuga de Mortadelo (¡Que dios o quien sea, tenga en la gloria al recientemente fallecido Ibáñez!).
Por momentos, dejamos atrás la invisible bruma congoleña, enrarecida por el conflicto de los bonobos y el asesinato de Chrispin. Al fin logramos salir de allí a trompicones con el motor de 75 Cv. El grupo de viaje quedó dividido por el miedo libre de cada uno y porque siempre hay quien quiere sacar tajada económica de ello.
Uno de los guías locales que llevábamos de intérprete para que nos sacase de líos con el lingala en las negociaciones con los corruptos, se pasó al lado oscuro de dividir y crear trincheras enfrentadas. Decide apoyar a alguien del grupo con más dinero, a quien por lógica el miedo atenaza e intenta salir del lugar en el primer avión más cercano que exista. Y así fue, ese guía acabó en la capital Kinshasa sin cumplir, dejando al resto atrás en Mbandaka.
Pero para llegar a Mbandaka por el río (no hay otra alternativa, no hay carreteras) aún hubo que consumir varios episodios de loca y desconcertante aventura. Navegar por cualquier río del Congo, patear cualquier senda de selva, pisar cualquier calle de aldea, pueblo o ciudad es afrontar el puro y duro imprevisto. Es el excelso tenguerengue, es la esencia del sublime equilibrio inestable.
A OTRA SELVA CON PIGMEOS
Estamos a cuatro días de canoa de la ciudad más cercana, Mbandaka, donde sí hay aeropuerto y hoteles con electricidad y ducha de eyaculación precoz. Perdida la oportunidad única de llegar con Tagar Fofola a la selva de Lomako, para ver en libertad a los bonobos, el camino líquido del río nos da otra vez todo tipo de alternativas.
La decisión final es subir a una canoa más estrecha empujada por un humano con un palo, que para avanzar clava en el fondo de un fangoso pantanal. Viajamos acariciados en la cara y en los costados por ramas de liana, camino de otra selva. Vamos a ver y a vivir con los pigmeos.
Para llegar a ellos, Austerio tuvo que contratar a unos tipos a los que pagamos botellas de un destilado de palma, una brebaje alcohólico de más de 50 grados, además de tabaco. Todo para los caciques y sus amigos de la tribu pigmea.
Cumplido con el salvoconducto para entrar en el poblado pigmeo, el tramo de viaje en canoa por la ciénaga pantanosa selvática fue tocar el cielo de la belleza natural, con la dosis propia del miedo a volcar y quedar flotando en territorio hostil y peligroso. Nadie en ese momento sabe qué nos espera debajo de esas aguas llenas de lianas y vegetación amosquitada de belleza mucho más que exuberante.
Tras atravesar la jungla y dejar la pantanosa senda de agua, atracamos la canoa en un lugar que bien podría ser la puerta al cielo. La luz de los rayos de sol, tamizados por la floresta, llega a todas las esquinas de esta selva y dibuja poéticas sombras, nunca antes vistas, irrepetibles. Eres consciente de que estás en un perdido rincón del mundo que destila paz, belleza a raudales, y rodeado de peligros extremos.
Cargado con 15 kilos de mochila, enfilamos a pie un estrecha senda. Sudo la gota gorda y la fina. A cada paso que das, la abrumadora selva te fagocita y ensucia todas las esquinas de tu piel. Cruzamos charcos de barro anaranjado y veo flotar en ellos arañas como centollos de costa gallega (exagero, pero una de esas arañas extendía sus patas tanto como la palma de mi mano).
En esta selva, si te mojas, el secado de tus botas tardará días y puede que aún sigan húmedas. Después de cruzar un bosque abrumador y también zonas deforestadas por el negocio de la madera y algún experimento de huerta nómada de mandioca y palma, nos asalta el griterío alegre de una marabunta de niños. Son los primeros pigmeos que veo en esta jungla.
Nos reciben alegres, desnudos con chapuzón en un río de agua cristalina, que se embarra al pisar. Entre griterío, con la palabra «¡Mundele, mundele!» de estribillo, llegamos al poblado pigmeo. Me imaginaba a los hombres, mujeres y niños de esas fotos que enseñaba hace décadas el National Geografic.
¡Pues nada de eso! Sí, son pequeñitos; pero con una mezcla genética de tribus que es casi imposible distinguir un pigmeo baaka, binga, babongo, mbuti o bambuti del resto de pueblos africanos.
Después de vivir entre ellos, todos los foráneos que allí estuvimos llegamos a la conclusión de que fuimos testigos del final de ciclo de un grupo étnico único y que, tras ser relegado del progreso con la indiferencia y el olvido, se están autodestruyendo con el irremisible avance y retroceso de la humanidad.
Esa noche dormimos entre ellos. Los cerdos gruñían y libres soltaban su aliento a la tela de nuestra tienda de campaña. Los grados de alcohol de palma subieron los decibelios humanos de la fiesta nocturna que montaron. De repente, una brutal tormenta —con rayos y lluvia de fin del mundo— los dispersó a sus chozas. Y así, fue como vi volar una nube de diminutas luciérnagas de colores ... (CONTINUARÁ).