Un maltratador obsesivo y celoso
l Antonio Soler presenta la novela ‘Yo, que fui un perro’
antonio paniagua
Hace más de 30 años, el escritor Antonio Soler (Málaga, 1956) encontró once cuartillas manuscritas que han fermentado en una cruda novela. Escondidas en un libro que una vecina le regaló a su madre, Soler halló páginas de un diario perturbador, un testimonio que revelaba una personalidad turbia e inquietante. «La escritura era propia de un maltratador, un hombre controlador que vive obsesionado por su novia de una forma un tanto insana», dice el novelista. Soler guardó ese material sabiendo que allí se encontraba un material literario que, bien trabado, podía cuajar en una novela. Y así ha sido. Tres décadas después ha publicado Yo que fui un perro (Galaxia Gutenberg), un libro que retrata a un machista recalcitrante hecho de la misma pasta de esos lobos solitarios que la emprenden contra todo azuzados por el resentimiento y la inseguridad. «Creo que era David Lynch quien decía que cuanto más oscuridad descubres, más luz puedes ver. Esa es la misión precisamente de la literatura», argumenta Soler, quien se ha propuesto escarbar en los sentimientos y pulsiones más sombríos para llegar a comprender un temperamento tortuoso, sin llegar por eso a justificarlo. Autor de obras como Sacramento, Sur, Las bailarinas muertas y El camino de los ingleses, el novelista decidió respetar la forma del diario para desarrollar el relato, consciente de que este género le permitía escudriñar la psicología del maltratador.
Dentro del protagonista de la novela, un estudiante de Medicina que espía los movimientos de su novia, residente en el edificio de enfrente, anida una «acumulación de frustraciones y heridas que van alimentando el germen de un monstruo». A poco que el lector sea medianamente inteligente se percata enseguida de que el discurso de este narrador trastornado es poco fiable. «Es como si estuviéramos escuchando a un mentiroso, a un hombre que desbarra, lo que obliga al lector a juzgar dónde está la realidad. Es un mecanismo sutil para el autor y que entraña un gran riesgo. Pero a la vez, a medida que va hablando el personaje, se va advirtiendo que por la boca muere el pez, de manera que al final se acaba él mismo autorretratando y revelando su maquinaria mental, un proceso que induce al lector a distanciarse de él».
Carlos, el protagonista, lanza miradas aviesas a los otros, sabedor de que cualquiera puede ser su enemigo. El adversario puede ser su novia, su madre, sus amigos o sus vecinos: todo aquel que se cruce en su camino entraña un peligro. Para colmo le acechan los celos retrospectivos, instigados por el deseo de dominio. «No recuerdo quién decía que los celos consisten en pensar que alguien te ha amado no más, sino mejor. Un individuo así lo que quiere es ahormar a la otra persona según unos códigos que supone universales. Y si alguien te ha amado mejor en el pasado lo consecuente es sentir unos celos que pueden ser tan intensos como si fueran actuales».
Soler incorpora un recurso audaz, y es el de tachar frases de Carlos, del personaje que escribe el diario, como si hasta a él mismo le espantara en ocasiones la naturaleza de su propio pensamiento. «Hay cosas que se dicen en un momento de furia y visceralidad que pueden herir incluso a su propio autor. Por esa las borra». Yo que fui un perro tiene un componente de voyeurismo, describe a un joven que investiga los movimientos de su novia con tal obcecación que el edificio en que vive ella se convierte casi en un personaje de la novela. «El inmueble emite señales y se comunica con el protagonista en una suerte de código morse: las cortinas se mueven, las luces de la habitación se encienden. lo cual es indicador de que ella está en la casa».