Inquilinos y propietarios
L as llamas acabaron con todo, excepto, durante unas horas tras el incendio, con el espectro de una división, la de las víctimas entre inquilinos y propietarios. Así, aún sin asimilar ni remotamente la tragedia sufrida, emergió, tal vez por pura inercia social, el distingo entre unos y otros, si bien es probable que más a causa de las apresuradas especulaciones de los medios de comunicación, de las autoridades, de las gestorías, de los bufetes de abogados y de las compañías de seguros, que del ánimo de los vecinos afectados.
Cuando aún humeaba el edificio y las diez víctimas mortales figuraban, innominadas, en el estadillo de los desaparecidos, todo era perplejidad y confusión, mas por la instintiva necesidad de reforzarse frente a la calamidad, los vecinos despojados de todo dieron en agruparse, en constituirse en una asociación que ya no podía ser la de la Comunidad de Propietarios. Sin embargo, y pese a que el fuego había igualado a todos, brilló momentáneamente, como una triste rémora, el ascua de la desigualdad.
Los propietarios tardaron en entender que ya no lo eran sino de un montón de cenizas, y en la primera reunión de la nueva comunidad parece ser que expresaron su inmediada resolución de dejar fuera de ella a los inquilinos, a aquellos que, bien que sin poseer el título de propiedad de las viviendas, tenían en ellas, y a un altísimo precio de alquiler, sus hogares y cuanto contenían. Éstos, los arrendatarios de unos cincuenta de los pisos, optaron, al sentirse preteridos, por crear su propia asociación para recabar ayuda, pero menos mal que con el humo también acabó disipándose el fantasma del clasismo, de la propiedad, y los arrendadores, recobrado el juicio y la serenidad, han dado marcha atrás en su inicial propósito excluyente, fruto, sin duda, de esa inercia social de división según rentas, bienes muebles e inmuebles y demás quincalla de la diosa Fortuna.
Y ahora sí, inquilinos y propietarios se reconocen hermanados en la desgracia, como así es en verdad.