Antonio Núñez El paisanaje
Rato hace testamento
Aún no hace tantos años, cuando uno de los últimos presidentes norteamericanos -tal vez fuera Clinton, el detalle es lo de menos- propuso aumentar los impuestos sobre las herencias, un centenar de multimillonarios lo avalaron rapidamente con sus firmas en un manifiesto que sorprendió a todo el mundo, empezando seguramente por la parentela. Venía a decir, sobre poco más o menos: «éste es un país que da a sus ciudadanos oportunidades para triunfar en la vida y en los negocios, de modo que, si algunos hemos acumulado una fortuna, es justo también devolver parte de ella a la comunidad, e igualmente es saludable y democrático para nuestros hijos y nietos, salvo los vagos, naturalmente». En la larga lista de magnates que firmaron a favor del señor presidente figuraban no pocos banqueros, estrellas de Hollyvood y poderosos hombres de negocios, unos rubios, otros negros y muchos un tanto variopintos, todos encabezados por un sujeto que ya entonces pasaba por ser el segundo o el tercero en el ranking de los más ricos del planeta: Bill Gates, el de Microsoft. En España también ahora el ministro Rato intenta sacar adelante una reforma fiscal histórica sobre las herencias, sólo que al revés. Con la coartada social de que el Estado no debe esquilmar las casas solariegas de los pobres -de las que Quevedo, preso en San Marcos, ya decía que la suya era «más solariega que todas/ pues por no tener tejado/ le da el sol a todas horas»- piensa borrar de un plumazo el impuesto llamado de sucesiones para las grandes fortunas. Y cuenta, como Clinton, con el apoyo de cientos millonarios, aunque naturalmente a su favor y en contra del parecer de los americanos. Como estamos en campaña electoral, si cuela, cuela. Sabido es que Rato procede de una familia de derechas tan fina que, cuando alguna sobrina matrimonia con un torero, lo retira ella de los toros, no un Mihura o un morlaco de Victorino -¿por cierto, qué fue de Espartaco?- mientras que a los demás no les queda más remedio que seguir al quite. Ya lo avisaba, entre cuernos de todas clases, el espontáneo Jesulín de Ubrique con aquello de que «de cada dos toros que mato uno es pa Hacienda». Como se iba diciendo, la propuesta del ministro de Economía, señor Rato, de suprimir los impuestos sobre las herencias para que todo quede en casa puede darle en la campaña para suceder a Aznar una cierta ventaja y votos. Aquí no le van a faltar maletillas que, por especular con un piso de ochenta metros hipotecado a treinta años, se crean Curro Romero. Los hay que aspiran a permenecer en cartel y salir por la puerta grande de Caja España más tiempo que el diestro, el cual no se cortó la coleta hasta que no estuvo calvo. Rato también vende su reforma fiscal dando a entender a los españoles que, si le votan, no tendrán un pelo de tontos. Y gran parte de la afición aplaude y le ovaciona. Pero a los que empezamos a peinar canas esa faena no nos convence. A ver si nos aclaramos en el argot del Jesulín. No es lo mismo lidiar con una mansión en Ordoño que con un chabolo en Cantamilanos: al dueño de la primera le suelen sobrar kilos y, a menudo, al otro le faltan yerbas, si bien en ambos casos la cosa sea para flipar: el patrimonio de los pobres, a mayores de la hipoteca, está casi siempre en función de la subida del tabaco y la gasolina, la revisión del convenio colectivo o la de las pensiones por la inflación, el redondeo del vaso de vino en la taberna y, en general, de todos los impuestos que sólo paga el tendido de sol. Los de la oposición ya andan diciendo por ahí que, a lo peor, lo que Rato propone, es indultarse a sí mismo y a su propia prole, otorgando una amnistía general. Mala leche que tienen algunos. Aunque quizá no sea para tanto y todo podría arreglarse haciendo un trato: desgravación al cien por cien para los pobrines que legan a sus vástagos el piso de protección oficial o una pequeña industria familiar, como el taller del chapista, la tasca de la esquina o el rebaño de ovejas desgarbadas del tío Honorio, que, como él, viven de milagro. El resto, que pasen por ventanilla. Más o menos es lo que dijo también otro ministro de Hacienda, el difundo Fernández Ordóñez, cuando allá en los tiempos de la transición intentaba justificar otra reforma fiscal, pero para que pagaran también los ricos de la época. Y, ante la extrañeza de uno del ABC, remachó: «no tengo amigos ricos; todos son personas jurídicas».