Diario de León
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CARLOS CARNICERO
León

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Consumar la responsabilidad política significa asumir los errores cometidos en el ámbito de la gestión que depende de las decisiones de quien es examinado. El principio de responsabilidad política es piramidal: en la cima se deposita el resultado final de ese ejercicio, sencillamente como una servidumbre del poder y del mando, aunque los errores se hayan podido cometer en otro lugar de la estructura. Los miembros del Partido Popular fueron feroces en la exigencia de las responsabilidades políticas cuando estaban en la oposición. Sería un ejercicio difícilmente soportable visionar ahora los videos de las intervenciones de Luis Ramallo, Federico Trillo y Francisco Álvarez Cascos en su ejercicio parlamentario de control del Gobierno socialista. La comparación sería inaceptable para cualquiera. Ahora, sumergido el Gobierno de José María Aznar en esa maldición que acopia el poder con el paso de los años, los dedos se le vuelven huéspedes al Gobierno para acumular catástrofes. Desde la del 'Prestige' al maldito tren de alta velocidad que se rebela como una comparación insoportable con el que se construyó hacia Sevilla en 1992. Después, el accidente de Turquía; ahora el Talgo empotrado en Chinchilla. El Ministerio de Fomento hace frente a la gran duda sobre la competencia de su titular. Las obras del Ave a Barcelona no pueden producir peor impresión y la profusión de accidentes ferroviarios, insólita en la historia moderna de España, dirige la atención hacia la falta de inversión en mantenimiento del sistema de circulación. Por si había pocas dudas, se sabe que hay obras presupuestadas y aprobadas en anteriores ejercicios que ni siquiera se han llevado a cabo. No hay peor gestor que quién ni siquiera es capaz de ejecutar los presupuestos. Las exigencias de responsabilidad política son claras en todos estos casos. Pero el Partido Popular, desde la gestión de Villalonga en Telefónica, al abrigo de su amigo Aznar, al accidente de Turquía, pasando por los escándalos del lino o de Gescartera, no ha cultivado el verbo dimitir. Esa lección, al final, sólo se aprende después de un batacazo en las urnas, porque la memoria del elector es acumulativa

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