CORNADA DE LOBO
Por la oreja
DOS PAISAJES del verano se han ido al cuerno alto de la cara oculta de la luna. Meloneros y botijeros son ya carne amojamada de museo, sombra fosilizada de toldo y sandía junto al farallón del Arco de la Cárcel, borrico enjaezado con collarada de colorete y campanilla y un serón descomunal en el que cabía toda la suerte de un alfar, ¡el botijeeeeero!... Difuntos ambos, la nostalgia es libre para huir a un tiempo cercano en el que aún estaban vivos y declarados de utilidad pública. Los meloneros mayormente eran de aquí, entradores al salto con camastro en el tenderete y un guaje para vigilar la mercancía, pero el botijero o era cacereño o venía desde la pampa cervantina (allí donde se hace verdad aquello de «salida de caballo burgalés, parada de burro manchego»), gente menuda de soles morenos escritos en la cara que cosían las calles proclamando la bondad del barro en botijas y cacharros, ¡el botijeeeero!... Durante treinta siglos y hasta anteayer resolvió este país la calora y sus asfixias con botijo a la fresca, abanico de aire «incondicional» y melón al canto, junto al sagrado precepto de la naturaleza y del sentido común, esto es, parar el carro y detener toda faena cuando arden las piedras y el cielo escupe azufre, siesta en alcoba oscura o quietos a la sombra resoplando tutes hasta que el sol humille su cabezón a media tarde, cosas estas que se han ido también al carajo, pues desde que se inventaron las prisas despepitadas, las sandías sin pepitas y el aire acondiconado, no te dejan pausa y te clavan con puntas al banco de la galera, atentado gravísimo contra nuestro derecho consuetudinario y patrimonio cultural... Hablando de botijeros recuerdo a uno que aparcaba su borrico a la puerta del bar La Barra para aliviarse el sofoco con vino gaseado. Un popular limpiabotas que también solía aparcar allí la «burra» y la cháchara le vaciliba para que le dejase dar un recado al burro en la seguridad de que le entendería. Tú déjame hablarle. Y le dejó. Se puso a musitarle algo a la oreja y, apenas se alejó unos pasos, inició la bestia un estertor de brincos, coces y esparabanes escachando contra el suelo la mitad de la cacharrería. ¿Qué le pudo decir para tal espanto?... Nada. Le había metido la colilla de su faria en el peludo oído. A la Asamblea de Madrid han debido darle a la oreja un parecido consejo.