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RÍNDETE AL FENOMENO y tómatelo como tal. Ese tipo las arrebola, las encandila, las turba y les pone los jugos en hervor o baba. Va de nena, pero arrea pepinazos. Flojito parece y rompe mallas. Se depila la pechera, viste bragas de blonda y lleva más collares que una maragata, pero le adoran las gachises de quince, las tías pelleja, los que truenan con la reversa y los modorros de grada que se prometen gritos de gol y tente tieso. Les flipa su repartida sonrisa y su rubicundez de moñito y coletita, les despierta un instinto maternal porque parece que huele a nenuco, les afila las uñas a las robamaridos... y a todos en general les pone. Un fenómeno. Un mito le hacen. Trasciende a su ámbito de balompie y talonario, desayuna en todos los periódicos deportivos, come en las revistas del corazón, echa la siesta con las rosaquintanas y bajabraguetas, merienda en los titulares del telediario, cena suspiros de monja para guardar la línea y a todas horas mea colonia. Es el rey del pelotazo en el césped y emperador del gol comercial fuera del campo. Si no fuera por esa pija de tarro y trapo que le esposa, se diría que lo tiene todo, incluso dos oenegés propias para poner pantalla al escándalo y a la desproporción. La prensa sesuda se escandaliza de la exageración de su noticia y, quien más o quien menos, se harta de tanta estampa, tanta devoción y tanto campanario tocando a misa en calzón corto. A uno se la suda tanta procesión de flashes, pero no me irrita tanto culto, tanta peana porque no es nuevo el fenómeno. Ya a quienes ganaban una carrera olímpica en el Peloponeso les hacían una estatua en el Partenón. Y a una vestal muy puta del templo de Diana la subieron a los altares de la divinidad romana como quisieron hacerlo con otra Diana lady abriéndole un hueco en el altar de Teresa de Calcuta. La gente que mata a su Dios se obliga a fabricar otros dioses menores. Y este lo es; dios del balonazo y profeta del cuerno de la Fortuna. Había un puer castratus en la lírica a del XVIII, Farinelli de apellido, que comparativamente ganaba más que este césar del patadón. Así en todo tiempo. La gente necesita mitos y dioses para rebozar en pan de oro rallado su vida opaca, su eterna vulgaridad. Y aquí aparece otro dios con tanto brillo, que no necesita nombrarse para saber que hablamos de él. Manda carallo.