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LA FUNCION CREA el órgano. Y si no le das al órgano, al cuerno la sinfonía. Es la matemática de la naturaleza. Lo que no se usa, degenera, se abotarga. La cabeza, lo primero. Vagancia mental equivale a estupidez. Si dejas que otro piense por tí, la sesera se vuelve página anónima y en blanco; te roban el criterio y la función. Quizás así puedas explicarte lo que ves y lo que ocurre en este tiempo nuestro de opiniones alquiladas y voluntades podridas. Piensa el líder y los demás consignan, acatan y callan tirando neuronas a un cesto sin culo. Habla la tele y todos asienten en silencio. Se queda el viejo callado en su soledad de salita y sólo habla Maria Teresa Campos o grita histriónico un Pocholo del circo catódico. Embutimos en el tarro tal cantidad de imágenes y espectáculo ajeno, que ya ni procesamos ni discernimos y, en consecuencia, degeneramos la capacidad mental. Esto es lo que viene a decir un reciente estudio sobre la expansión del alzheimer, la senilidad tarumba, la desmemoria. Un desmedido consumo de televisión tiene algo que ver en todo ello. Las sensaciones visuales se pisan y amontonan en nuestras entendederas hasta el punto de no entender nada y confundirlo todo sin poder distinguir un concurso de un telediario, un frontón de una asamblea parlamentaria. Por contra, asegura ese mismo estudio que los viejos que juegan a las cartas tienen menor riesgo de vaciarse la pelota y decir bobadas. El ejercicio diario de briscas y tutes espabila las dendritas y conexiones neuronales. En el burle de julepes o maumaus se está listo a la trampa, al arrastre malvado; y eso es darle al órgano con órdagos regeneradores. Así te explicarás por qué apenas asoma el alzheimer en tantísimos pueblos y montañas de esta tierra donde se juega sin duelo sobre tapete porque los inviernos son interminables y el aburrimiento mucho. A todas horas amanece la baraja. El bar del pueblo es una cátedra de avispadas inteligencias y retorcidos improperios. Cada uno es dueño de su jugada y eso obliga a maquinar. Pero tanto vicio de cartulaje crea a veces adicción. Recuerda al tipo aquel de Rucayo que fue a confesarse y con voz dolida por la culpa dijo «padre, me acuso de perder mucho tiempo con las cartas»; a lo que el cura contestó: «cuánta razón tienes, hijo mío... si ya lo digo yo, ¡no había ni que barajar!»...