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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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ES PRECISO convenir que el verano es la estación del año de mayor protagonismo, la de mayor mando y la que impone sus pautas con mayor contundencia y exclusividad. Las otras estaciones son más prudentes, más respetuosas, y la misma primavera, que tan alborotadora parece, es, en rigor, una estación atenta, comedida, que nos envía como inofensivos embajadores unos ramos de flores, unas bandadas de pájaros y unas cuantas muchachas lánguidas y curvilíneas. El verano, no. El verano nos saca de nuestros hogares, nos manda de viaje, nos disfraza de turistas, nos sube a una montaña y nos mete en un río, nos zarandea, nos lleva de merienda aquí y allá, nos obliga a visitar parientes inciertos pero ciertamente molestos y, en definitiva, no nos deja en paz. Por eso, cuando asoma su copete el otoño, cuando sabemos que éste aguarda su turno para alejarnos de aspavientos y traernos calma, entramos en nuestras casas, cerramos la ventana, apagamos el ventilador, hacemos un educado corte de mangas a los mosquitos y nos acomodamos, al fin, respirando la atmósfera tibia del sosiego recuperado. Atrás han quedado las universidades veraniegas, que son tejemaneje, trampantojo, simple estuco en el severo edificio de la laboriosidad y el rigor, tribuna de figurones y corro de figurantes; atrás ha quedado la confirmación de que «nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres», como dejó escrito Quevedo al final del Buscón para aviso precisamente de turistas despistados... Pero sobre todo, atrás ha quedado el deprimente espectáculo de los personajes públicos ataviados de pantalón corto poniendo a remojo sus hirsutas canillas. Esto es, a mi entender, lo menos llevadero del verano. Y es que la chaqueta invernal o el abrigo contribuyen a maquillar las declaraciones de estos buenos hombres, invariablemente iguales a sí mismas, a hacer presentables sus afirmaciones o negaciones, siempre predecibles y siempre previsibles. Pero cuando ellos se desnudan, ay, entonces desnudan también sus proclamas, las dejan a la intemperie y ya no hay forma de ocultar su irremediable vacuidad. No es casualidad que en tiempos relativamente cercanos a los prohombres de la Monarquía de don Alfonso XIII o de la República se pasearan por las playas de Santander o de San Sebastián rigurosamente vestidos. El chaleco daba calor y de buenas ganas se hubieran librado de él. Pero el chaleco ocultaba la insignificancia como el bisoñé la calva. Este pudor hoy día se ha perdido. El verano es, ay, época de incendios forestales. Cuando se quema un bosque, están ardiendo en realidad nuestros dioses más antiguos y nuestras mejores virtudes porque en el bosque nació lo sagrado y allí, en su oscuro regazo, se forjaron los gozosos y los trágicos mitos que han sostenido desde siempre la vida de los hombres. Esas figuras extrañas que quedan tras el incendio, que parecen ser árboles consumidos por el fuego, son en realidad imágenes espectrales que perpetúan la terrible mueca del dios agraviado. Se escribe mucho sobre estos incendios pero nadie parecer haber advertido que responden a un plan cuidadosamente preparado y por ello se selecciona los meses de julio y agosto para que se quemen las hectáreas previstas en el reglamentario plan de incendios. Apagados que han sido, tendremos tiempo para regocijarnos, también año tras año en acompasada cadencia, con las inundaciones, pues yerraría quien creyera que estas están abandonadas al albur o al capricho. Antes al contrario, responden al plan de inundaciones y a las órdenes que cursa la Administración para que aneguen sembrados y viviendas sólo durante los meses de septiembre y octubre. Y así la puntualidad de los incendios veraniegos y de las inundaciones otoñales constituyen el mentís más expresivo a nuestra injusta fama de desordenados.