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DESDE QUE BAHAMONTES puso ruedas y sudor a ese relativo orgullo nacional del «pedal y aprietaelculo» ha quedado grabado en la memoria colectiva de los españoles eso del pedaleo de julio por las francias, ese rodar de catalinas que suben cagando tariles por las rampas alpinas del Galibier o por el pirenaico Tourmalet que sufre en su etapa un brote y ataque de cientos de ikurriñas que jalean, más que a los ciclistas de la raza y errehache, a un nacionalismo al que le gusta tirarse a tumba abierta o bajarse las bragas ante según quién (ese Euskadi que completa el nombre del equipo Euskatel cuando rueda en carreteras nacionales se llama en este Tour «Pays Basque» para dar por el culo a la lengua española y ofrecérselo a la francesa). Con toures y sanfermines destetábamos las vacaciones de verano, los días enteros para reirse de la escuela y acabar aburridos de los amigos. Desde que la tele entró en casa se nos abrió una ventana a la Francia grandona, oh, la France, ohlalá, impía y enciclopedista, velocípeda y borbona, nación odiada y derrotada en una guerra de Independencia que le hicimos en España a Napoleón, pero que nos la tuvieron que ganar los ejércitos ingleses. El Tour era algo más que una vuelta ciclista en la que desde Bahamontes a Perico Delgado sólo ganábamos en alguna etapa de montaña y en labores sicarias. El Tour era una mirada al desideratum, al sueño europeo que se acunaba en la España antifranquista; era la Francia de la libertad y de la bronca parisina, de unos sindicalismos que agitaban a la nación entera y el país en el que podía escucharse a Paco Ibáñez en el Olimpia o verse tetas en el cine de Perpignan sin que encarcelaran al director y al dueño de la sala. Sartre, Camus, Henry Levi, Gilles Deleuze, Althuser y hasta el afrancesado Cioran eran nuestro pelotón de cabeza subiendo los puertos de la ideología. Pero más que nada, el Tour era mirada larga a campiñas y pueblos, al arte de piedra y a peñas de Alpes, a una tierra de cuidada ordenación territorial con localidades arropadas en primor urbanístico. Este desbarajuste tan español de chalets y naves revueltos, solares y cascotes enfajando las ciudades, allí no se aprecia. Allí las carreteras parecen otra cosa, cuneta limpia, arboladas en sombra. Hay que obligar a nuestros concejales a ver el Tour cada día.