LA GAVIOTA
Don Adelino Yebra
HACE YA TREINTA AÑOS que fui a conocer a don Adelino Yebra. Era un día de verano, muy caluroso y límpido, todo el Bierzo verde botella, y ya pronto el Villar de los Barrios. Me bajé de la bicicleta, me dijeron que don Adelino vivía en una de las casona de la plaza, llamé a la puerta y escuché al poco unos pasos lejanos y lentos, de hombre grande y viejo supuse, y cuando lo tuve delante de mí sentí que no era tan viejo como yo creía, y aún más grande, y mucho más gordo, y también él destartalado, como la casa, y calvo. Llevaba pantalones grises y un polo de color azul. Le dije a don Adelino que venía desde Ponferrada para verle, para hablar con él, para pasar la tarde y que me perdonara por no avisarle, y después de contarle todas esas cuitas de viajero caprichoso, cuando ya esperaba que me dijera don Adelino que no podía atenderme, resultó que sí, que él estaba encantado de que yo estuviera allí, y mucho mejor que fuera sin avisar, porque así yo era una sorpresa, y también me contó que tenía todo el tiempo del mundo para mí, y luego me preguntó de qué familia era yo, y le respondí que de los Gavela, unos que tenían un almacén de coloniales en la avenida de España, y resultó que él los conocía, y eso que el negocio de mi padre y de sus hermanos era más bien oscuro y olvidadizo, y a partir de ahí se enhebró la conversación, y fuimos adentrándonos los dos en la casa solariega. Recuerdo que transitamos a lo largo de un pasillo lúgubre y ancho, y que fuimos a dar a la cocina, grande, como de castillo. En aquel lugar maravilloso había también otro hombre, sentado en un escaño, que parecía meditar. Cuando aquel hombre advirtió mi presencia, se levantó, me saludó y ya don Adelino me anunció como un joven comerciante de Ponferrada, lo que provocó mi risa sin cuento. Cuando me serené, supe que aquel señor era el hermano de don Adelino, y compartía con éste casa, edad y soltería, aunque era un hombre mucho más delgado. También, acaso, más comedido, y sin duda, menos ambicioso. Subimos al primer piso, salimos a un corredor amplio y contemplé desde allí un hermoso huerto medio abandonado, todo verdor y medievo, y ya empezó don Adelino a contarme su vida, que era la de un viajante berciano que trabajó por las tierras de Galicia. Don Adelino Yebra recorrió durante muchos años las ciudades y las pequeñas villas mercaderes de poniente, las tiendas y los bares, siempre solo y siempre feliz, y cuando concluía con sus tareas profesionales comenzaban las que a él más le atraían, las que acabaron dándole sentido a su vida. Consistían éstas en visitar casas y aldeas a la búsqueda de objetos diversos, que él adquiría a precios asequibles -monedas, armas antiguas, piezas de vajilla de Sargadelos, cuadros de autores ignotos, libros del siglo XVIII, lámparas, bargueños¿-, y también cosas atrabiliarias: lo mismo piezas de marinería que arados vetustos, artefactos de la industria, y quincalla de todo origen. Con tan dispersa república de objetos fue creando don Adelino un museo que abarcaba en su tiempo de esplendor tres salones espaciosos, a los que acudían de vez en cuando gentes del Bierzo y forasteras, y entre ellos un día el señor Fraga Iribarne, visita que mucho enalteció a don Adelino, y de la que daba cuenta a todos los que iban a la casona del Villar, donde yo fui aquella jornada el visitante setenta mil y pico, pues a todos los anotaba. A partir de entonces fuimos amigos. Le vi más veces y le hice una entrevista muy larga, que él enmarcó en un rincón de su reino loco y libre. Unos años después, en 1985, murió don Adelino y murió con él su museo misterioso, y yo creo que en su recuerdo había que darle nombre a una calle de Ponferrada, aunque fuera una calle pequeña, y reivindicar de paso la memoria de la pieza más prodigiosa de su museo delirante: la pistola que asesinó al guerrillero Manuel Girón.