Diario de León

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PITIPITI, CANTIMPLORA, resoplido, bordón que es palo, gorra por chambergo, pinrel embutido en zapatillona con plantilla de colchón, calzón corto, a la espalda alforja sin albarda, fatiga rezumada, pasos en silencio que son golpes de tambor en la sesera para triturar pensamientos, carretera que no acaba, paradita para beber (apenas mean) y albergue o fonda para reponer la moledura. Al día siguiente, lo mismo. Cuando llegan a Compostela deben sentir algo así como un orgasmo seco y una dicha en el alma que les compensa el reto superado. Y lo primero que hace todo peregrinante es justificar la andadura por torturante que haya sido. Todo acabó bien. Y a continuación, volviendo a su cotidiano banco de galeras, narrará con lujos y algún tapujo la maravilla medicinal que es hacer el Camino de Santiago, intentará persuadir a todo su entorno de que hagan lo mismo, anuncia que repetirá la hazaña y, gracias a este empeño, algún colega o pariente se prometerá la romería andariega para el próximo verano en el que aún veremos más peregrinos estofándose el pellejo bajo el sol a esa hora en la que la sombra del caminante es sólo de una cuarta. Cuando cruzan esa parrilla paramera que se extiende en eternidad entre Bercianos y el Burgo Ranero, ahí donde arden las piedras y hasta el lagarto se entierra, me parecen esos peregrinos reos penados de un crimen innombrable que comporta una penitencia bestial. De hecho fue así en sus comienzos. Curas y abates franceses imponían en confesión penitencias como la de hacer el Camino para fomentar la riada de gentes que irían recalando por tantos monasterios del Cister francés que jalonan esta vía europea, penitencia que los ricos esquivaban, pues se les autorizaba a que pagaran a un propio para que hicieran por ellos la burrada kilométrica ganándoles el jubileo, ya ves. Y hoy, sin que les paguen, hay más romeros que nunca, concheiros les dicen en Galicia, aunque se ven pocos con vieira y, cosa curiosa, son casi excepción los que llevan gafas de sol, que es lo propio del estío macarra, playero y marbellí. No menos curioso, según me cuentan en Villadangos, es el creciente número de peregrinos brasileños ¡¿Brasileños?!... La razón debe ser el libro que Paolo Coelho escribió de oído y trampeando de errores tentando al rollo místico.

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