Diario de León
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LUIS ARTIGUE
León

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ME GUSTARÍA escribir aquí su nombre pero lo desconozco, así que empezaré diciéndoles que en la pequeña gran ciudad de Astorga conviven los personajes y las personas. Ustedes saben ya que a esta columna, puesto que son menos obvios, se asoman más los personajes que las personas. Pues bueno, ahí va otro ejemplo. A mi amiga María le falla la vista y acaso por eso fue la primera que lo vio. Quedamos en una terraza de la Plaza Mayor justo cuando la tarde se iba apagando y quedaba el cielo en mi tono favorito de azul. Entonces, de pie varias mesas más allá, estaba él y María me advirtió: no dejes de fijarte en aquel acordeonista. Se hizo de noche sin que nos diéramos cuenta. Como la luz de las farolas rebotaba en el metal del acordeón, la música porteña chocaba igualmente con los ojos de aquel hombre produciendo idénticos brillos. Sus melodías traían a nuestra mente la voz de Gardel, y los cuentos de Borges, y la tristeza parisina de la Maga de Cortázar, y esas historias de nuestros antepasados que tratan siempre sobre cicatrices, sudor, llanto y un exilio. Llenamos de monedas el cenicero para que él nos llenara de música las emociones. Escuchamos la nostalgia sonora de aquel hombre como si la viéramos. Vimos Astorga en aquel instante como si la ciudad estuviera hecha de música; como si habitar fuera escuchar. Sonaron luego las diez en punto y, de lo alto de una torre, salieron las figuras de dos maragatos para martillear las campanas. Entonces se acabó el encantamiento, y vinieron Benito, Adela, Luismi, Begoña y otras amigas a sentarse con nosotros. La conversación tomó entonces el calor realista del verano y la cercanía de la confianza. Bebimos. Reímos. Recordamos. Y Adela nos confesó que conocía a aquel tipo, que era de La Cepeda, que simulaba el acento argentino, que sacaba el dinero a los turistas para fundirlo en juergas, y que sólo se sabía tres canciones y las repetía consecutivamente con la complicidad de su viejo acordeón. Es un timo, nos dijo... Bueno, tal vez no. Mientras Adela nos desmontaba el mito yo seguía observando a aquel hombre en la lejanía de los soportales. Entonaba aún la misma tonada ultramarina, eso es cierto, pero iba iluminando los rostros de las gentes con las que se encontraba a su paso, de todos los que no habían escuchado antes a Adela, de quienes no habían sido despertados por las campanadas. Se fue finalmente caminando con la música a otra parte y a mí me dio por pensar en el Flautista de Hamelin. Y hubiera querido seguirle como los ratones o los niños pero Adela, con sus modos de madre buena, me cogió una mano como diciéndome sin palabras que el contacto con las buenas personas es un antídoto contra los embrujos. Entonces comprendí que cada ciudad tiene sus propios personajes, que Astorga lo rescribe todo a su manera, que aquel acordeonista tan sólo engañaba a quienes queríamos dejarnos engañar pues no hace falta que los cuentos sean verídicos sino sólo que existan. La conversación siguió avanzando como una buena canción, y yo le prometí a María que hoy este espacio estaría dedicado a la amistad, a ella, a mirar sus ojos azules y pensar en el cielo de Astorga, y en Homero, y en Borges; estaría dedicado a los personajes y a quienes no les pasan nunca desapercibidos, estaría dedicado a aquel acordeonista. Al despedirnos la noche tenía algo de un poema de Adolfo Alonso Ares -seguramente de su libro Alacenas Blancas - porque hace mucho tiempo que las noches maragatas no tienen ya casi nada de Leopoldo Panero. La luna era un elogio de la vida, como antes la música de acordeón nos había parecido un resumen de todas las narraciones porteñas que nos han emocionado alguna vez, sean o no reales. Sí, la ficción no engaña porque ni siquiera pretende ser verdad, lo que engaña es la Historia. Caminamos hacia el coche ensimismados mirando el cielo y los tejados. Entonces observamos como los gatos lamían las estrellas.

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