Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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UNO VIVE en una ciudad un tiempo. Una etapa corta para la vida civil, para la política, para la realidad incómoda y acaparadora. Pero ese tiempo fue largo si lo viviste de adolescente, si no volviste a vivir allí, si todo quedó acotado, bien acotado, entre dos fechas que no olvidas, y que en mi caso fueron éstas: del 27 de septiembre de 1967 al 30 de junio de 1969. ¿Y de qué ciudad hablo? De La Bañeza, como anuncia el título. ¿Y qué hacía yo por allí? Estudiar, leer y observar. Leía mucho, estudiaba lo correcto y observaba poco la ciudad porque no nos dejaban salir del gran recinto blanco del internado. Pero algunas veces íbamos al mundo, más bien lo cruzábamos, y así, poco a poco, La Bañeza se fue convirtiendo en una sucesión de ráfagas. En un huerto de luces. En un mapa sonoro. Sensaciones que ahora recuento, caprichosas, como quien recupera la memoria, casi como quien la inventa sobre un lecho de verdad. Porque esto es ahora, La Bañeza para mí. Este álbum: 1.- La imagen de unas monjas de voz argentina, monjas creo que carmelitas, monjas que dirigían a una escolanía de niñas en el gallinero de un teatro. Y ahora las niñas, a cantar. Y nosotros, los muchachos, mirando. A las niñas, a los cánticos. Como si los cánticos fueran visibles. Comestibles. Y las niñas también. 2.- La plenitud de la vida y de la tarde en los crepúsculos de las Encinas. Árboles, recovecos, leves llanuras, alguna viña fronteriza; los montes de León al fondo, el sol y no sé por qué también la miel. Luz y casas de campo, donde siempre había una hija de familia guapa, que pasaba de largo. 3.- La instantánea de un hombre que tenía un quiosco en una encrucijada, no lejos de la plaza principal. Yo a aquel hombre le compraba periódicos de fútbol, a escondidas de los curas, cuando íbamos o veníamos de paseo en manada. Un día otro hombre que estaba junto al dueño del quiosco, viendo que acaso me llevaba dos periódicos, dijo: «cómo se nota que la juventud tiene dinero». Yo, entonces, no era joven, era poco más que niño, y no tenía dinero, no hacía falta en el colegio. Pero me incomodó que alguien me tuviera por privilegiado. 4.- Un amanecer a poniente, y mirar entonces con temor -¿a qué?- las lomas de la Valduerna. Aventurar que por allí estaba el vacío, los caminos que conducen a la melancolía. 5.- Un profesor de gimnasia que se burlaba del franquismo en las aulas. Otro profesor -don Gregorio- que nos reveló a Virgilio. 6.- Un baño en la Corneta, cerca del puente de hierro, pintado de gris. Culebras de agua y un bañador color cobre. Nenúfares y piedras, dudas y veraneantes. 7.- El olor mojado de la remolacha. La niebla juntándose con el humo blanquísimo de la azucarera. Las aguas barradas del Órbigo en el otoño, como si arrastraran el mundo. 8.- Los amaneceres del barrio Polvorín. Desde la ventana de mi cuarto sentir la quietud de aquel repecho rojizo, los primeros pájaros, los pasos de unos hombres que iban a la instalación eléctrica. Hacer cálculos para ir un día por ese barrio, conocerlo, y lo cierto es que no fui nunca. 9.- Un delirio que hoy no se entiende: la ciudad entera -sus chicas, sobre todo- enloquecidas ante el estreno de la última película de Raphael, «Cuando tú no estás» o algo parecido. 10.- El descubrimiento de la literatura: leer a Azorín, todavía en el invierno. La belleza de la palabra y la nieve. 11.- Y la imagen -sonido- que más perduró. La que es igual que entonces, en emoción y cuerpo: despertar en el colegio bajo las notas de la sexta sinfonía de Beethoven. Escucharla siempre, desde entonces, y no cansarse nunca. Porque el tiempo, cuando quiere, no pasa. Por todo eso uno también se siente hijo adoptivo de La Bañeza.

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