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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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ASTORGA, siempre culta y ciudad de culto, tuvo una escuela célebre, que brilló con la luz de la literatura. Este esplendor arrancó en el tiempo oscuro del franquismo y produjo cuatro personalidades indiscutibles: los hermanos poetas Juan y Leopoldo Panero -tan prematuros en su muerte-, el gran profesor Ricardo Gullón -un hombre que cambió la severidad de la fiscalía por el gozo de la literatura-, y el ensayista Luis Alonso Luengo, que murió hace poco, siempre volcado en la defensa de tres ámbitos compatibles y concéntricos: Astorga, la Maragatería, la provincia de León. La Escuela de Astorga perdurará en el tiempo, como bien vaticinara el poeta Gerardo Diego. Los versos de los hermanos Panero, los lúcidos análisis de Gullón o los libros regionales de Alonso Luengo están ahí, los leemos a veces, no pierden actualidad. Pero sucede que el tema de este artículo es otra escuela que hubo en Astorga. Una academia menor y proletaria, integrada por unos escritores diferentes, no por ello exentos de mérito. La otra escuela de Astorga, la callada, aparece al mismo tiempo que la primera, y curiosamente vino a morir casi también a la vez, pues su máximo representante -Tito Turcia-, falleció el pasado mes de junio en la ciudad episcopal, soltero, feliz y solitario, como a él le gustó vivir siempre, inquilino de un viejo chalet rodeado de maleza, en el arrabal de la estación. ¿Quién era Tito Turcia? Un prosista notable y díscolo. Un candoroso enemigo del mundo que trabajó toda su vida en los trenes y que pasaba sus horas de asueto en Astorga leyendo libros peculiares: guías de viajes de países remotos, colecciones de proverbios, obras de filósofos desconocidos... Hasta que un buen día resolvió que él también iba a ser escritor. Tito Turcia sostenía que cualquier asunto podía ser objeto de la creación literaria, por simple que pareciera, por modesto y gris. Porque no sólo la elevada poesía, la gran novela, el teatro o el ensayo académico daban título de escritor. Y para demostrar este criterio con hechos, Tito Turcia dedicó muchos años a compilar el que sería su gran libro único, el Diccionario de ferroviarios insignes de España . Este texto es una hermosa colección de biografías, a veces muy detalladas, de más de un centenar de empleados de la Renfe, también de FEVE, e incluso de los ferrocarriles mineros. Una vasta galería de ciudadanos anónimos que logra su objetivo en cada página: demostrar que en la vida de cualquier persona, por sencilla y previsible que ésta sea, late el encanto de la literatura, el misterio de los sueños, la extrañeza y la gracia. Yo he leído ese diccionario más de una vez y lo tengo por un libro maravilloso. En 1964 Tito Turcia redactó un manifiesto en defensa de su visión de la literatura, y lo hizo público en un viejo café de la calle Ancha de Astorga. La proclamación también fue suscrita por sus discípulos: el cartero Prometeo López y el funcionario municipal Lino Brimeda. Uno y otro siguieron a Tito Turcia en su tarea, aunque sin el genio de aquél. Con todo, cada uno de los dos culminó su proyecto generacional: en 1969 Prometeo López publicó su Guía de personas corrientes de la Cepeda , y en ese mismo año vio la luz un libro monumental de Lino Brimeda: Anécdotas de los jefes de negociado del ayuntamiento de Astorga entre 1874 y 1967 . Los dos autores ya eran maduros cuando se editaron estos libros, pero sintieron muy bien justificadas sus vidas con los extensos almanaques que habían escrito, y que Tito Turcia prolongó. Luego vino el tiempo de la muerte. Prometeo López pereció en 1976 en un accidente de tráfico y Lino Brimeda, que ya era muy mayor, murió de edad en 1995. Pero aun quedaba Tito Turcia, y con él la memoria de su escuela tenaz y olvidada. Y ahora que también él se ha ido, es bueno que no se olvide.